El Mar Menor, las transiciones de fase y la investigación básica

Eduardo Velázquez para Globalízate, 04/12/2016

Hace unos días leí una noticia impactante ; el 85% de las praderas marinas del Mar Menor habían desaparecido, y en su lugar había quedado tan sólo un desierto submarino de fango. Y todo ello había ocurrido en tan sólo dos años, de 2014 a 2016. El Mar Menor, situado al sureste de España, es una bahía muy cerrada y de aguas poco profundas, abierta al Mar Mediterráneo por una estrecha bocana en su extremo norte. Debido a sus inusuales características esta bahía cobijaba hasta hace poco una pradera marina amplia y extraordinariamente diversa, lo que generaba recursos pesqueros de indudable valor a la población local y jugaba un importante papel para la oxigenación de las aguas, particularmente limpias. Todo ello, unido al envidiable clima de la zona, hizo del Mar Menor uno de los lugares turísticos más importantes del litoral Mediterráneo. Durante décadas se construyeron en sus costas autopistas, restaurantes, hoteles y resorts. El Mar Menor era un sitio hermoso que recibía miles de visitantes en los meses de verano, pero con ello, aumentaron los vertidos de aguas residuales a la bahía. Durante mucho tiempo el ecosistema marino de este lugar extraordinario estuvo dando síntomas de agotamiento, las aguas se hicieron un poco más turbias, desaparecieron varias especies de peces y crustáceos, y comenzaron las explosiones poblacionales de medusas cada verano. Pero las extensas praderas oceánicas aún deleitaban los ojos de los turistas desde los barcos de fondo acristalado. De repente, en los dos últimos años, las aguas del Mar Menor han sufrido una explosión de algas microscópicas nunca vista hasta entonces, el agua se ha convertido en una sopa verde y las praderas desaparecieron. En tan sólo dos años. ¿Cómo es posible?, ¿Qué ha pasado?, se preguntan ahora las autoridades regionales, las asociaciones turísticas y los colectivos ecologistas.

Verano de 2016. Es imposible verse los pies en el Mar Menor (Murcia, España). Fotografía de Bárbara Hernández.

Lo que ha pasado es lo que Ecología se conoce como transición de fase . Muchas veces, los ecosistemas sometidos a una perturbación constante, permanecen sin cambiar apenas durante un larguísimo periodo de tiempo para cambiar del todo de la noche a la mañana. En ocasiones, se habrá llegado incluso a un punto de no retorno , y nada volverá a ser como antes. Muy seguramente el Mar Menor se encuentra ahora mismo en este estado. Es difícil saber lo que habrá en sus fondos dentro de 20 años pero seguramente no tendrá nada que ver con lo que ha habido los últimos 100. Las transiciones de fase y los puntos de no retorno son una pesadilla para los profesionales que trabajan en la conservación de la naturaleza y para quienes la aman, y todavía suponen un misterio para los ecólogos, es decir, para los científicos dedicados al estudio de los ecosistemas. ¿Es posible detectar estos cambios de fase antes de que se produzcan?, ¿Dónde podemos encontrar las señales de alarma?. A estas preguntas ha tratado de responder a lo largo de su carrera científica David A. Sekell, investigador estadounidense afincado en Suecia. David ha estado estudiando la dinámica que se produce en los momentos previos a una transición de fase en todo tipo de ecosistemas, especialmente en lagos de agua dulce. Sus experimentos y modelos de simulación han tenido un impacto bastante importante en la comunidad científica durante los últimos años, y han merecido una nota en edición de este mes de la prestigiosa revista Science .

David A. Sekell ha detectado que, poco antes de que se produzca una transición de fase, en un ecosistema pasan cosas, lo que ocurre es que estas cosas no son fáciles de detectar y hay que saber dónde mirar para poder verlas. En uno de los experimentos, por ejemplo, tomaron un pequeño lago en el norte de EEUU en el que había una abundante concentración de plancton (plantas y animales microscópicos que viven en el agua), una población de peces planctívoros (es decir, que se alimentaban del plancton) y una población de peces depredadores que se alimentaban de estos últimos. Durante varios años aumentaron artificialmente la población de peces depredadores para comprobar cuando se producía la desaparición de los planctívoros. Para ello fueron monitorizando la población de estos últimos, así como otros parámetros, como la biomasa de plancton animal y vegetal. Durante mucho tiempo no parecía pasar nada, aunque la población de peces planctívoros se reducía, nunca llegaba a extinguirse, y el plancton tampoco aumentaba mucho por ello. Sin embargo, al cabo de los tres años de comenzar el experimento, se produjo una cascada trófica , es decir, a casi extinción de la población de las dos especies de peces debido a su dependencia en la cadena alimentaria. Curiosamente, en los meses previos, la única variable que había cambiado era la Clorofila-A, un compuesto indicativo de la actividad fitoplanctónica. Todo seguía como si nada, pero la Clorofila-A estaba aumentando exponencialmente. Era lo único que les estaba avisando de la que se venía encima. No sólo eso, mientras estudiaban la evolución del lago en el que estaban realizando el experimento estudiaron también la de un lago cercano, en donde no estaban realizando adiciones del pez predador. El objetivo era detectar los cambios en el primero comparándolo con el segundo, con el lago "sano", pero no observaron diferencias significativas entre ambos.

Perca sol (Lepomis gibossus), pequeño pez de agua dulce que se alimenta de fitoplancton. Sus poblaciones en un lago del norte de EEUU apenas cambiaron ante las adiciones artificiales de su depredador, el Black Bass (Micropterus salmoides). Hasta que cambiaron en serio. Fotografía de Auburn Agriculture.

El trabajo de Sekell tiene una importancia capital y ofrece lecciones muy interesantes. La primera, que si estamos estudiando la respuesta de un ecosistema a una amenaza concreta, es muy importante seleccionar los parámetros a los cuales vamos a hacer un seguimiento. En el ejemplo anterior, si el lago hubiera estado en un área protegida, sus responsables podrían haber gastado millones de dólares controlando la población de peces planctívoros cuando la clave estaba en seguir de cerca los niveles de Clorofila-A. Por otra parte, que si queremos ver como evoluciona un ecosistema en peligro, no nos sirve de nada ver un compararlo constantemente con un ecosistema "modelo" que no lo está, porque aunque su apariencia sea similar, su dinámica a largo plazo no lo va a ser. La tercera lección, y tal vez la más importante, es que trabajos de investigación básica como los realizados por Sekell, difíciles de justificar ante quienes sólo quieren resultados rápidos y aplicaciones directas, pueden resultar de enorme utilidad a la hora de enfrentarse a lo inevitable cuando menos nos lo esperamos. ¿Se habría salvado el Mar Menor si los estudios llevados a cabo en la zona por el Instituto Español de Oceanografía (IEO) hubieran comenzado antes, hubieran dispuesto de mayores fondos y con una mayor continuidad?, posiblemente, sí. Es posible detectar los puntos de no retorno antes de tiempo y evitar el colapso en los ecosistemas, lo único que hace falta es querer hacerlo. Sea como sea, el sentido común debería decirnos que no se puede estar sometiendo a un sistema a una perturbación brutal durante décadas sin esperar que no se vea afectado. Las cosas no pasan hasta que pasan.

Para saber más

Sekell D. A. 2016. Passing the point of no return. Science 354: 1009-1010.

Sekell D. A., Carpenter S. R. y Pace M. L. 2011. Conditional heterocedasticity as a leading indicator of ecological regime shifts. The American Naturalist 178: 442-451.

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