Consumida
Sira Rego, 26/11/2004, AIS
El 26 de noviembre se celebra el Día sin Compras. Promovido por diversos grupos sociales, ecologistas y asociaciones de consumidores, esta fecha se presenta como una cita internacional para posicionarse en contra del consumo impulsivo que se apodera de los países ricos y que constituye uno de los ejes de la diferencia económica y social entre los pueblos del planeta.
Desde hace décadas, se ha instalado un patrón de consumo desmedido entre los ciudadanos y ciudadanas de los países económicamente desarrollados, que sirve de marcador económico en las encuestas que definen el crecimiento económico. Este modelo nos ha instalado en la cultura de usar y tirar. La adquisición de bienes se hace a precios ínfimos, lo que nos ha hecho perder el sentido y el valor de los objetos.
Llegados a este punto, es importante resaltar el consumo de recursos que supone producir un kilogramo de carne, es decir, de proteína animal. Se estima que el 40% del grano mundial se dedica a la alimentación de ganado; de hecho, países como Holanda importan piensos que necesitan 2,5 veces su área total de terreno cultivable, en definitiva, para producir un kilo de carne se requieren 5 kilos de grano y el equivalente energético de 9 litros de gasolina, además de la erosión medioambiental (consumo de agua, contaminación con plaguicidas, etc). Según el Consejo para la Alimentación Mundial de las Naciones Unidas, “si se dedicara a la alimentación humana entre el 10 y el 15% del grano que se destina al ganado, bastaría para llevar las raciones al nivel calórico adecuado”, erradicando así el hambre.
De esta forma, se producen situaciones paradójicas en las que los principales países productores y exportadores de grano como Brasil y Argentina sufren elevadas cifras de desnutrición infantil. Estos datos nos muestran como una minoría de habitantes del planeta, explota los recursos globales para consumir un tipo de proteínas, que además de producir graves diferencias sociales, muertes por inanición y deterioro medioambiental severo, producen peligrosas consecuencias para la salud de los que las consumen.
La escalada tecnológica de la era postfordista, hace necesario aumentar el ritmo de la maquinaria productiva, lo que supone un gasto de energía y de recursos extraordinarios, que sin duda hace insostenible este modelo. Según el informe Bruntland (1986), “se necesitarían diez planetas como este para que los países pobres pudieran consumir tanto como consumen los países ricos”. Este dato nos pone en antecedentes de las consecuencias que tiene a escala mundial el consumo intensivo.
El aumento de consumo impone un aumento de gasto de combustibles fósiles para mantener el ritmo de producción, lo que se traduce en un aumento de las emisiones de CO2 y, por lo tanto, del efecto invernadero. Para que estos procesos resulten rentables, a menudo se utilizan materias primas que provienen de lugares alejados y se emplea a trabajadores con bajos salarios o a niños en condiciones de esclavitud. La consecuencia directa de que unos pocos podamos disfrutar de cientos de bienes a bajos precios, pasa por condenar a la pobreza a millones de seres humanos de los países de la periferia.
En este marco surge el concepto de consumo responsable, crítico, ético y sostenible, para dar una respuesta al ideal que vende la publicidad y a las necesidades ficticias que crea. Responsable porque nos hace tomar conciencia de dónde y en qué condiciones de producción se generan los bienes de consumo. Crítico y ético porque estamos obligados a exigir que se haga en condiciones de igualdad social, respetando las formas de producción de cada pueblo o colectivo y pagando salarios dignos. Y sostenible porque tenemos el deber de proteger nuestro medio ambiente, la biodiversidad y los recursos naturales, porque ningún criterio de rentabilidad económica puede poner en peligro aquello que la naturaleza nos ha regalado con siglos de dedicación.
En definitiva, debemos tender a un modelo de consumo que sea generalizable al conjunto del planeta y no genere desigualdades, que tenga en cuenta los costes medioambientales y sociales y sobre todo que no nos haga prisioneros de nuestras miserias.
Sira Rego es nutricionista