La crisis del sector exterior español

Pedro Montes, 17/04/2005

Los datos están sobre la mesa, contundentes, demoledores, en un contexto de un crecimiento económico muy moderado y de la práctica ausencia de reivindicaciones sociales respaldadas por la lucha. En 1998, el año previo a la entrada en vigor del euro, la balanza de pagos de la economía española estaba prácticamente en equilibrio: se registró un pequeño déficit por cuenta corriente de 2.600 millones de euros. Seis años después, en el 2004, el déficit de la balanza por cuenta corriente, según los últimos datos del Banco de España, ha ascendido a 39.500 millones de euros, equivalentes al 5% del PIB. En particular, el saldo comercial, según dicha balanza, ha subido a 51.900 millones de euros, esto es, el 6,6% del PIB. El reconocido como uno de los más graves problemas de la economía de Estados Unidos, y por ello de la economía mundial, el déficit de la balanza de pagos por cuenta corriente, en 2004, llegó a 665.900 millones de dólares, un 5,7% el PIB. El déficit comercial de la economía española es comparativamente el más elevado de todos los países industrializados.

Esta degradación del sector exterior puede estar afectada por algunos datos coyunturales, como puede ser el encarecimiento del precio del petróleo o la sensible apreciación del euro con respecto al dólar a lo largo de 2004, con la desventaja que supone para las exportaciones de los países europeos. No obstante, sobre la evolución del precio del petróleo no hay que esperar caídas espectaculares de precios (en los primeros meses de 2005 se están batiendo récord), ni tampoco cabe esperar una recuperación sensible del dólar, habida cuenta del agudo e imparable déficit exterior de la economía norteamericana. Más bien, con respecto a déficit de 2004, no cabe sino augurar un continuo empeoramiento en los próximos años, teniendo en cuenta algunos factores que están operando.

En primer lugar, por el propio desequilibrio ya existente, que se amplía con suma facilidad. Por ejemplo, para que el déficit comercial de 2004 no aumente en magnitud, considerando que los pagos por importaciones superan a los ingresos por exportaciones en un 35%, sería necesario que las exportaciones crecieron en el futuro 1.35 veces el crecimiento de las importaciones.

En segundo lugar, es conocido que la inflación española supera a la de la zona del euro es más de un uno por ciento anual (en febrero de 2005 la tasa anual del IPC de la economía española fue del 3,3%, frente al 2,1% de media de la zona euro). Esta diferencia, prolongada en el tiempo, con independencia de otros efectos, está socavando progresivamente la competitividad de la economía española frente a los países de la zona del euro, con los cuales tiene lugar la mayor parte de los intercambios con el exterior, tanto comerciales como de los servicios.

En tercer lugar, hay que recordar que a partir de 2007 las transferencias provenientes de la Unión Europea, que alivian la magnitud global del déficit por su saldo positivo, se revisarán a la baja como consecuencia del nuevo proyecto de presupuestos poco prodigo que adoptará la Unión, complicado con la ampliación de los países atrasados del Este.

En cuarto lugar, empiezan a tener relevancia las remesas de los inmigrantes a sus países de origen, como en su día las tuvieron para al balanza de pagos española las entradas provenientes de nuestros emigrantes, una corriente de pagos que posiblemente está subestimada ya (por el montante de las transferencias que han de declararse) y que no hará sino aumentar en el futuro.

En quinto lugar, el déficit exterior significa un endeudamiento creciente de la economía española, que dará lugar a crecientes pagos por rendimientos de la deuda contraída, cualquiera que sea la modalidad de éste endeudamiento.

En sexto lugar, el fenómeno de la deslocalización de las empresas impulsado por la globalización neoliberal afectará negativamente al sector exterior español, pues la deslocalización la llevan a acabo prioritariamente multinacionales cuya producción se orienta hacia la exportación. La denuncia que vienen haciendo los trabajadores sobre el desierto industrial en que pueden convertirse algunas zonas no encierra visos de exageración y simplicidad. Los trabajadores de Miniwatt, por tener un recuerdo para ellos en estos momentos de su lucha contra el desmantelamiento de la empresa, no sólo defienden justamente sus puestos de trabajo, sino que pueden decir que están defendiendo los intereses generales al tratar de combatir la deslocalización industrial.

Y, en fin, cabría referirse a los múltiples estudios que van apareciendo, demostrando, con unos u otros rasgos, que la economía española está perdiendo competitividad por sus características y modelo de desarrollo (bajos gastos en investigación, desarrollo y educación, hiperactividad del sector de la construcción, mano de obra en exceso precaria, avance muy lento de la productividad, baja capitalización por trabajador, etc.)

Así, pues, la economía española sufre un agudo e insuperable déficit exterior cuyo significado es el siguiente. Por un lado, implica que el país demanda más que lo que produce, o lo que es lo mismo, que parte del gasto generado internamente se satisface a través de importaciones, con lo cual el potencial crecimiento de la actividad promovido por la demanda interna, el consumo y la inversión privados y públicos, se anula parcialmente por el crecimiento de las importaciones. Así, por ejemplo, en el año 2004, la demanda interna creció en un 3,4% en términos reales, mientras que el PIB sólo aumentó en un 2,6%: la diferencia, 0,8 puntos, alimentó el crecimiento de otras economías. Por otro, el déficit exterior significa que el conjunto de la economía por múltiples vías acrecienta su endeudamiento con el exterior por el montante de dicho déficit, lo cual no hace sino empobrecer, quitarle salud o socavar el futuro de dicha economía.

Estos aspectos negativos, cuando existían las monedas nacionales, la peseta en el caso español, se ponían de manifiesto por la perdida de las reservas de divisas y por la presión que la cotización de la moneda sufría en los mercados y su tendencia a depreciarse. Por así decirlo, la cotización de la moneda hacía las veces de un sensible fusible para indicar que el sector exterior había entrado en dificultades, con lo que ello refleja de la fortaleza o debilidad de una economía en el entramado internacional. Ahora, al existir una moneda común para muchos países, el euro, estos hechos quedan enmascarados, pues no hay problemas aparentes de financiación, no se pierden reservas, ni posibilidad de que se resienta valor del euro por las dificultades del sector exterior de un país secundario. No obstante, las consecuencias reales del déficit exterior son los mismas, con el problema de que al no manifestarse se acaba produciendo una degradación imperceptible del sistema económico que, con el tiempo, terminará expresándose con toda su gravedad.

Ante este problema de fondo, complicado de modo decisivo precisamente por la inexistencia de monedas nacionales y la imposibilidad de modificar su cotización para con ello alterar la relación real de intercambio con el exterior y, por consiguiente, la competitividad de la economía, (la devaluación era, es, el recurso normal e histórico por medio del cual las economías atrasadas corrigen su déficit de balanza de pagos y recuperan posiciones en el mercado mundial), ante el problema, se decía, han surgido unas posiciones que, a riesgo de ser esquemático responden a los siguientes perfiles.

Por un lado están los que podríamos llamar descubridores del mediterráneo. Son conscientes de la gravedad de lo que acontece, pero encuentran en el hecho de la existencia del euro la mejor de las circunstancias y el mejor remedio posible. Muerto el perro, esto es las monedas nacionales, se acabó la rabia de las devaluaciones. Es una posición que goza de cierto prestigio intelectual, a pesar de su ingenuidad y de lo erróneo del enfoque. Hace unos días, un destacado analista escribía en el diario El País un artículo un con título elocuente, “Déficit exterior récord”, que terminaba con la siguiente conclusión:

“La segunda pregunta obvia es que hubiera pasado si España, con un déficit por cuenta corriente de la balanza de pagos del 5,7% (era el penúltimo porcentaje hecho público) no fuese un país miembro de la Unión Europea y de la zona del euro. La respuesta es relativamente fácil. Nos encontraríamos con nuestra moneda, la peseta, fuertemente devaluada, con una tasa de inflación de más del doble que la actual, con los tipos de interés a corto y largo plazo dos veces superiores a los actuales, con un déficit presupuestario muy elevado y una deuda sobre PIB cercana al ciento por ciento. Probablemente estaríamos haciendo un fuerte ajuste de la demanda interna, que nos habría producido una recesión, ya que los elevados precios del petróleo con la peseta devaluada tanto más el dólar y con la fuerte dependencia que tenemos de él nos habría producido un déficit comercial de proporciones gigantescas que habría que financiar generando euros y dólares a través de las estas exportaciones, lo cual sería prácticamente imposible sin fin aumentar nuestra deuda externa”. Hasta aquí los argumentos o la ciencia-ficción económicos. Y como nada es gratuito, el autor redondeaba el artículo con la siguiente frase: “Y luego dicen algunos que los asuntos europeos no son importantes para España y que hay que votar no o abstenerse en el referéndum del Tratado Constitucional o no darle importancia a las elecciones al Parlamento Europeo”.

En esta misma línea un columnista del mismo periódico escribía en las páginas salmón: “Si no estuviéramos integrados en la UME, esta situación (se refiere al 5,7% del déficit por cuenta corriente) sería insostenible y ya antes de llegar a ella hubiéramos visto nuestra peseta por los suelos y los tipos de interés por los cielos, con las consecuencias que ya conocemos de episodios similares anteriores”. Redondeando por su parte: “Si los españoles fuéramos conscientes realmente de lo que nos está permitiendo él pertenecer al club europeo, seguro que hubiéramos votado en masa el día del referéndum”.

Una segunda posición sería la de aquellos que enterados de problema no tienen nada que proponer digno de llamarse una alternativa o solución. Encabeza esta posición el gobierno socialista, que ante la manifiesta falta de competitividad de la economía española por razones históricas y motivos profundos, no deja de emitir señales de humo para elevarla. Reciente es la aprobación, en febrero pasado, de 100 medidas para mejorar la productividad y competitividad de nuestra economía, bastante insustanciales como lo prueba su excesivo numero, que se inscriben además en un denominado Plan de Dinamización de la Economía, que se aplicará a lo largo de la legislatura actual y se revisará cada año. Es una posición cantinflesca: lo mejor ante un incendio, como con sabiduría recomendaba el cómico mejicano, es llamar a los bomberos. El diario El País la resumía en una editorial sobre el desequilibrio exterior: “Razones hay, por tanto, no sólo para dinamizar la economía, sino, mucho más urgente, para modernizarla”. Difícilmente se puede estar en desacuerdo con que es necesario llamar a los bomberos para dinamizar y modernizar la economía.

La tercera posición es muy minoritaria. Tan minoritaria que públicamente no la defiende nadie, ni ninguna fuerza política y social, incluso de la izquierda. Es la que sostiene que la implantación del euro fue precipitada porque no había condiciones para pasar del mercado único a la unión monetaria, por falta de suficiente unidad económica en otros campos. Principalmente la falta de unidad presupuestaria, que es un rasgo que establece una diferencia esencial entre el ámbito de una economía nacional, con un mercado y una moneda únicos y un potente presupuesto con el que corregir las desigualdades regionales y personales, y la zona del euro, con un presupuesto comparativamente raquítico. Es la que consideraba que en el euro se integraban un conjunto de países demasiado heterogéneos económicamente entre sí y la que defendía que una moneda común, esto es la desaparición de las monedas nacionales, implicaba, aparte de un corsé excesivamente rígido, la perdida de un resorte fundamental para equilibrar los desajustes de la balanza de pagos en que normalmente incurren las economías más atrasadas.

La pertenencia al euro ha empezado a pasar la factura esperada, si bien más rápida e intensamente de lo que los más pesimistas vaticinaron. En el marco de la unidad monetaria, el problema del déficit exterior de la economía española no tiene solución. Antes al contrario, en el marco de la unidad monetaria la economía española está destinada a degradarse progresivamente hasta un punto en que la situación se haga realmente insostenible. Cabe recordar que la última crisis de la economía española, la de los años 92 y 93, acompañada de una crisis del sector exterior, tuvo remedio justamente a través de las sucesivas de devaluaciones de la peseta ocurridas en maremoto, el tsunami diríamos ahora, del sistema monetario europeo en aquellos años. Por expresarlo de un modo más general: la crisis del sector exterior augura una crisis profunda de la economía española. La única solución posible vendrá de una dura y traumática ruptura con el modelo ultra liberal al que se ha dejado arrastrar en las últimas décadas, con el respaldo de políticos sin un mínimo realismo ni visión histórica y la connivencia de la mayor parte de las fuerzas políticas de la izquierda y los principales sindicatos. Tiempo al tiempo.

Pedro Montes es economista, autor del libro La historia inacabada del euro

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