Entrevista a Carlos Taibo
Pedro Maceiras, 29/09/2013, www.carlostaibo.comHace tres años publicaste, Carlos, una antología de pensamiento libertario. ¿Qué tiene que ver este libro con aquél?
Son trabajos con objetivos diferentes. Si en Libertari@s, que publicó Del Lince, mi propósito mayor era demostrar que los clásicos anarquistas, y con ellos un puñado de pensadores afines, tenían mucho que decirnos a la hora de iluminar el mundo en el que estamos, en este trabajo pretendo escarbar, desde una visión que no puede ser sino personal y no dogmática, en los grandes debates que rodean al pensamiento libertario: el Estado, el capitalismo, la lucha de clases, la democracia y la acción directas, la autogestión, las elecciones y los parlamentos, la propia cuestión nacional...
En las páginas de Repensar la anarquía vuelves sobre la distinción entre anarquistas y libertarios.
Vuelvo sobre esa distinción porque me sirve para llamar la atención sobre una idea importante, pero no me empecino en imponerla. El adjetivo anarquista tiene una condición ideológico-doctrinal más fuerte que la que corresponde al adjetivo libertario. Aunque ya sé que fuerzo el argumento, un anarquista es alguien que ha leído a Bakunin y a Kropotkin, y que se identifica con sus ideas. Aunque esas lecturas son muy recomendables, lo de libertario tiene un sentido más amplio, en la medida en que remite a la condición de muchas gentes que, anarquistas o no, apuestan por la asamblea, por la democracia directa y por la autogestión, y rechazan jerarquías y liderazgos. Creo firmemente que cada vez hay más libertarios, algo que puede comprobarse al amparo de la expansión que entre nosotros están experimentando los espacios autónomos que se reclaman de la autogestión y la desmercantilización.
¿Crees realmente que asistimos a un renacimiento de las ideas y de las prácticas libertarias?
Me parece que salta a la vista, y que tiene como poco dos explicaciones principales. La primera la configura la quiebra sin fondo de las propuestas que acarrearon la socialdemocracia y el leninismo. La segunda es, a mi entender, y sin embargo, más importante: para hacer frente a los problemas de un capitalismo que se adentra en una fase de corrosión terminal, y que nos conduce al colapso, la propuesta libertaria, que no es otra que la de la organización de la sociedad desde abajo, en defensa abierta de la autogestión y de la desmercantilización, que acabo de mencionar, tiene hoy más actualidad que nunca. Creo que esa propuesta se justifica más por lo que se nos viene encima que por lo que haya podido ocurrir, que también, en el pasado.
Tu libro es un alegato contra quienes siguen creyendo en elecciones, partidos y parlamentos.
Me sigue produciendo fascinación el eco que la vía electoral, y con ella la figura de los dirigentes políticos, tiene en personas por lo demás inteligentes y respetables. No sé si atribuirlo al ascendiente poderosísimo que ha acabado por alcanzar la cultura al uso del sistema que padecemos o a una suerte de ceguera provisional derivada de la desesperación. Pero aclararé que tampoco me siento muy cómodo en esa batalla: que cada cual haga lo que estime conveniente. Aunque tengo la certeza de cuáles son los callejones sin salida a los que conduce la vía electoral, y en particular el que se traduce en un olvido inevitable de todo lo que huela a democracia directa y autogestión, me interesa más la parte propositiva de la propuesta libertaria. Y me permito rescatar un argumento que utilizaba con frecuencia Ricardo Mella: si quieren ustedes, voten, pero trabajen por la emancipación, desde abajo, los restantes 364 días del año. Si es que el hechizo por elecciones y representaciones se lo permite.
¿Es imaginable un proyecto libertario si la lucha de clases no corre constantemente por sus venas?
Obviamente no. Nunca ha sido imaginable sin la lucha de clases, y menos lo será ahora que asistimos a una manifestación ostentosa de la lucha de clases que libran los de arriba. Otra cosa distinta es que nos pongamos de acuerdo en lo que se refiere a los retos que plantea hoy la lucha de clases. Al respecto me siento incómodo tanto con quienes consideran que la clase obrera es un prescindible artefacto del pasado como con quienes estiman que esa misma clase obrera no ha experimentado cambio alguno en el transcurso del último siglo. Las cosas como fueren, afianzar un proyecto anarcosindicalista que tenga su núcleo mayor en el mundo del trabajo me parece que es una tarea vital en un escenario en el que las relaciones laborales están regresando al siglo XIX. Lo es al menos si nuestro propósito no es buscar una salida social a la crisis, sino dejar atrás el capitalismo con urgencia.
¿Hay que revisar el papel del Estado en la tradición anarquista?
Más bien hay que actualizarlo. Creo que en esa tradición se han asentado al respecto dos percepciones que merecen reflexión. La primera es cierta obsesión por el Estado que olvida que este último es al cabo un instrumento, bien que central, de dominación al servicio del capital. Muchas de las opresiones que hoy padecemos no pasan necesaria y claramente por el cauce del Estado. La segunda es, con todo, más delicada, en la medida en que se asienta en una ingenua identificación de una supuesta función protectora del Estado, bien materializada en los llamados Estados del bienestar. Es importante cuestionar lo que significan éstos como instancias exclusivas del capitalismo, hostiles a toda perspectiva autogestionaria, estrechamente vinculados con la socialdemocracia y el sindicalismo de pacto, a duras penas liberadores en relación con los problemas de las mujeres, ecológicamente insostenibles e insolidarios en relación con los problemas de los países del Sur. Y es importante recordar, en paralelo, la dimensión represiva y controladora que corresponde, de siempre, al Estado.
Dedicas un espacio notable en el libro a procurar las relaciones entre los clásicos del anarquismo y las propuestas de lo que hoy conocemos como ecología, feminismo y pacifismo.
La relación con el pacifismo y el antimilitarismo es fluida, existe, bien que con atrancos y problemas, en el caso del feminismo, y es muy débil, en cambio, en el de la ecología. Aunque, con alguna excepción menor, los clásicos del anarquismo fueron, en lo que hace al problema ingente de los límites medioambientales y de recursos, pensadores anclados en el XIX, es cierto que su rechazo de los grandes complejos productivos y de las formas de organización del trabajo, inevitablemente opresivas, de su tiempo, junto con su defensa de la organización desde abajo, prefiguraron a menudo de su parte un mecanismo de defensa casi biológico frente a la idealización del desarrollo de las fuerzas productivas a la que se entregaron Marx y sus epígonos.
Los críticos de la democracia directa subrayan que es una forma por completo inadecuada para encarar los problemas de sociedades complejas.
Y en parte tienen razón. Lo que ocurre es que la reivindicación de la democracia y de la acción directas no aparece sola. Se hace acompañar de la defensa paralela de una reestructuración radical de nuestras sociedades que reclama, frente al colapso, decrecer, desurbanizar, destecnologizar, descentralizar y descomplejizar. Hay que tomar el paquete entero. Si la tarea correspondiente parece difícil, y sin duda lo es, no está de más que recuerde lo que rezaba con ironía un trecho de una canción anarquista francesa del XIX: abolamos, sí, el capital, pero, si lo hacemos, ¿quién nos pagará el jornal del sábado? Muchos de los problemas que hoy nos parecen insorteables acaso no sean un escollo tan severo cuando nos pongamos a la tarea.