Filantropía y privatización de la cooperación al desarrollo

Miguel Romero, 12/12/2006,
AIS

FILANTROPÍA Y PRIVATIZACIÓN DE LA AYUDA AL DESARROLLO

La filantropía tiene buena prensa. Mezcla la compasión con el dinero y se beneficia de los efectos colaterales de la (in)cultura mediática generada por la llamada “prensa del corazón”.

La concesión del premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional a la Fundación Bill y Melinda Gates ha empujado el tema a las portadas de los medios y parece haber iniciado una subasta entre “filántropos” a la que se han sumado Branson, Turner, Buffett y otros megamillonarios. El tema merece un comentario. Pero antes hay que situarlo en el contexto que permite comprender su función política en la escena internacional, como expresión y vector de la privatización de la cooperación al desarrollo.

La ideología de la privatización

Para abordar en las dimensiones de este artículo la privatización de la cooperación al desarrollo voy a basarme en un texto publicado hace algún tiempo [Carol C. Addelman. The privatization of Foreing Aid: Reassessing National Largesse (La privatización de la Ayuda Exterior: una reevaluación de la generosidad nacional). Foreign Affairs, noviembre-diciembre de 2003] que, a mi parecer, expresa muy bien el sentido de este proceso tal como se desarrolla en los EE UU que, como siempre, muestra aquí la dinámica general de los acontecimientos internacionales .

Addelman empieza afirmando que estamos en una “tercera ola” de la ayuda exterior norteamericana. Las dos anteriores (“ayuda” a Europa y Asia tras la 2ª guerra mundial y durante la Guerra Fría; “ayuda” a Europa Oriental tras el colapso de la URSS) estuvieron basadas en fondos públicos. Esta “tercera ola” estaría orientada principalmente a Oriente Medio y África y basada en fondos privados: en esta “tercera ola”, “el dinero privado hace la diferencia”.

Según Addelman, el factor fundamental mediante el cual los americanos “ayudan a los demás” está constituido por las fundaciones, las PVOS (“private voluntary organizations”, organizaciones privadas de voluntarios, equivalente a ONGs), corporaciones, universidades, grupos religiosos y donaciones individuales dirigidas directamente a “familias necesitadas”. Una estimación “conservadora” valoraría estos fondos en unos 35.000 millones de dólares, lo que equivaldría a tres veces y media la AOD norteamericana.

A partir de 1990, este proceso se habría manifestado particularmente en el desarrollo de la filantropía: entre 1990 y 2000, el número de fundaciones privadas pasó de 32.000 a 56.000; han surgido “megadonantes”, como Gates, Turner y Packard; sólo las donaciones hacia el extranjero de las fundaciones se han multiplicado por cuatro hasta llegar a los 3.000 millones de dólares anuales, superando, destaca Addelman, la AOD de algunos de los gobiernos “más generosos”; las de las PVOS llegan a los 7.000 millones de dólares, etc. Y por si esto fuera poco, Addelman descubre un nuevo y potente miembro de la “ayuda privada” norteamericana: las remesas de los inmigrantes (sic). Esta “ayuda privada” sería, además, más eficiente y haría una mejor “rendición de cuentas” que la ayuda pública; la autora no considera necesario justificar este dogma neoliberal.

Finalmente, Addelman nos da la moraleja del cuento: Fundaciones, iglesias, universidades, hospitales, corporaciones, asociaciones de negocios, grupos voluntarios y inmigrantes que trabajan duramente (hard-working inmigrants) no sólo estarían entregando “dinero a los países en desarrollo”. Además entregarían “valores de libertad, democracia, espíritu empresarial y trabajo voluntario”. A la autora sólo le falta añadir la desvalorización de lo público y sus subordinación a los intereses privados para completar la versión oficial del american way of life. Ésta transmisión conjunta de dinero y moral neoliberal es la función política de la filantropía en la cooperación al desarrollo.

Gates-Hyde y Gates-Jekill

Hasta aquí la ideología de la privatización de la cooperación al desarrollo, expuesta con una claridad y una falta de escrúpulos que uno francamente agradece, en este mundo de la “ayuda internacional”, tan frecuentemente empapado de consensos entendidos como buenas maneras (“manners before morals”, “la cortesía por delante de la moral”, como diría Oscar Wilde). Veamos ahora la práctica.

El pasado 5 de mayo, el Premio Príncipe de Asturias fue otorgado a la Fundación Bill y Melinda Gates “por su generosidad y filantropía ante los males que siguen asolando al mundo”. La pareja ha dedicado a actividades filantrópicas 8.000 millones de euros en los últimos cinco años de una fortuna calculada en 40.000 millones; no se informa de su crecimiento anual, gracias a los enormes beneficios de las actividades no filantrópicas del imperio Microsoft. El periodista de El País John Carlin comentando la noticia utiliza una expresión muy apropiada para definir esta fortuna: la llama “botín familiar” (El País, 5/05/2006 p.55); es sabido que el significado habitual de la palabra “botín”, sin entrar ahora en apellidos que podían muy bien formar parte de esta historia, es “conjunto de objetos robados”.

La Fundación Gates muestra muy claramente las contradicciones de la filantropía. Por una parte, el origen de la fortuna de Gates está en el éxito para imponer prácticamente un monopolio de oferta en los programas para ordenadores. Es conocido que el empresario Gates-Mister Hyde ha recurrido y recurre a cualquier procedimiento, burlando cuantas leyes ha podido sin el menor escrúpulo, para imponer sus productos a gobiernos y clientes privados. Pero el filántropo Gates-Doctor Jerkill se autonomiza de su alter ego, de acuerdo con los principios de la moral capitalista, que considera que los negocios están sometidos a un solo valor: los máximos beneficios para los accionistas; no entraré en esta ocasión en el limbo de la “responsabilidad social corporativa” en el cual, pero no en la vida real, pueden mezclarse agua y aceite.

Así, las fundaciones se alimentan de fondos provenientes de prácticas empresariales que contribuyen a crear los problemas sociales que la filantropía pretende aliviar. Más allá de los casos individuales, estamos ante un problema de sociedad: Gates, Buffett... y otros megamillonarios han acumulado su fortuna gracias a los privilegios fiscales, la desregulación de los mercados financieros, los dictados de la OMC sobre el comercio internacional..., en fin, gracias a la economía neoliberal que empobrece a la mayoría de la humanidad, incluyendo a muchos millones de personas de su propio país.

En una sociedad organizada dignamente, poseer estas inmensas fortunas (el “botín” de Gates o Buffet multiplica por cuatro el presupuesto anual de las Naciones Unidas: 9.500 millones de euros) sería considerado un “derecho in-humano”, rechazado por la sociedad y penalizado por las leyes. En cambio, en una sociedad como la nuestra, regida por el mercado, se valora la “generosidad” de la Fundación Gates. Pero si en el mundo de la telemática alguien merece reconocimiento por su solidaridad son quienes trabajan en el software libre, poniendo su trabajo y sus conocimientos, que les permitirían enriquecerse, al servicio de la sociedad frente al todopoderoso Microsoft.

Las contradicciones de la filantropía

Las actividades filantrópicas tienen una obvia dimensión publicitaria que, además de satisfacer la vanidad de sus protagonistas, producen importantes efectos indirectos en sus negocios; así ocurre especialmente con las fundaciones vinculadas a las grandes empresas, que actúan frecuentemente como sociedades instrumentales al servicio de su casa matriz para la apertura de mercados y operaciones de lavado de imagen.

Pero finalmente, es cierto que, en ocasiones, los fondos de la filantropía contribuyen a la resolución de problemas sociales importantes. Hay aquí problemas reales a considerar, especialmente cuando estos problemas son planteados por personas que merecen admiración y respeto (lo cual entre paréntesis, no ocurre siempre: muchas veces el dinero encierra en el cajón los “códigos de conducta” por razones que no merecen ningún respeto).
Volvamos a la Fundación Gates. Uno de sus programas más populares es la financiación de las investigaciones del doctor español Pedro Alonso en el Centro de Investigación en Salud de Manhiça en Mozambique para obtener una vacuna contra la malaria. Los trabajos están ya muy avanzados y posiblemente en el año 2010 se dispondrá de la vacuna y con ella de una herramienta eficaz frente a una de las más mortíferas “enfermedades de los pobres”.

Comentando la concesión de Premio Príncipe de Asturias a la Fundación Gates, Alonso felicitó a la Fundación Gates por “impulsar una revolución en la salud pública mundial”. Con todo respeto, no es verdad.

La vacuna RTS.S está patentada por uno de los gigantes de la industria farmacéutica, la Glaxo Smith Kline, industria que reúne a las corporaciones mas despiadadas de nuestros mundo, habituadas a sacrificar la salud a los imperativos del negocio. La terrible historia que contó John Le Carré en El jardinero fiel es un pálido reflejo de la realidad del oligopolio llamado Big Pharma, del cual Glaxo es un miembro relevante.

Es muy instructivo conocer el trazado de la gestión por parte de Glaxo de su patente: las primeras investigaciones de la vacuna se hicieron en los laboratorios del ejército norteamericano, es decir, con dinero público. Glaxo vio oportunidades de negocio y se hizo con la patente. A los quince años abandonó la investigación porque no era rentable, pero mantuvo la propiedad de la patente. Posteriormente, los fondos provenientes de la Fundación Gates, y la subvención de la Agencia Española de Cooperación Internacional al Centro Manhiça, relanzaron las investigaciones, ahora bajo la dirección de Alonso. Pero cuando la vacuna se comercialice, su propiedad corresponderá por entero a Glaxo y estará protegido por el leonino régimen de patentes de la OMC. Glaxo dice que “venderá barata” la vacuna. Pero, ¿por qué Glaxo va a lucrarse gracias a un medicamento de altísimo interés social, que se ha desarrollado gracias a donaciones públicas y privadas “sin ánimo de lucro”? Un fármaco creado gracias a este tipo de subvenciones y destinado a poblaciones empobrecidas no tiene que ser “barato”; tiene que ser gratuito.

Alonso considera que “parte de la lucha” por conseguir fármacos para las patologías que se ceban en los países pobres, para los que “no hay mercado”, reside en “interesar” a los grandes laboratorios. Constata que “no hay vacuna en el mundo” que no haya sido producida por estos laboratorios. Pero constata también que la mayoría de la gran industria ha cerrado los laboratorios destinados a investigar sobre estas enfermedades “no rentables”, lo cual explica que el 90% de los recursos mundiales de investigación biomédica esté destinado al 10% de problemas de salud, es decir a los problemas “rentables”.

Ésta es la clave: en realidad, los fondos públicos y de origen filantrópico destinados a combatir las enfermedades de los pobres se destina en realidad a hacerlas rentables para la gran industria que posee las patentes.

Se entiende muy bien que Pedro Alonso y su equipo busquen, por encima de todo, sacar adelante su investigación, que merece sobradamente el reconocimiento de la gente solidaria.

Su trabajo no es denunciar las contradicciones de la filantropía (y, en este caso, además de la cooperación pública española). Pero el nuestro, el de las organizaciones y movimientos solidarios, sí. Porque mientras la sanidad pública esté bajo las riendas del Big Pharma, no habrá derecho a la salud para las poblaciones empobrecidas del mundo, cuando ya existen los conocimientos y los equipos de profesionales médicos y sanitarios sobradamente capaces para hacer ese derecho realidad.

Miguel Romero
Coordinador de Estudios y Comunicación de ACSUR-LAS SEGOVIAS

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