Las razones de la importancia de Wolfensohn
Joseph E. Stiglitz, 22/05/2005Josep E- Stiglitz/Project-Syndicate
Al final de este mes, el mandato de diez años de James Wolfensohn como Presidente del Banco Mundial toca a su fin. Aunque falta mucho por realizar y consolidar, sus logros como dirigente de la comunidad internacional en pro del desarrollo son dignos de mención y brindan una base sólida a partir de la cual continuar la labor.
Tal vez la contribución más importante de Wolfensohn fuera la de aclarar la misión del Banco –fomentar el crecimiento y erradicar la pobreza en el mundo en desarrollo- y al tiempo reconocer la ingente escala de esa tarea y la insuficiencia de los planeamientos anteriores.
Hubo un tiempo en que se pensaba que, como los países en desarrollo tenían menos capital que los más desarrollados, bastaría con proporcionarles más capital para resolver sus problemas. De hecho, esa concepción fue una de las razones para la creación del Banco Mundial: si el problema era una escasez de fondos, era evidente que un banco había de ser una parte decisiva de la solución.
En el decenio de 1980, se pasó de los proyectos a las políticas: ajustes estructurales, que entrañaban la liberalización del comercio, la privatización y la estabilización macroeconómica (fundamentalmente centrada en los precios, en lugar de en el empleo y en la producción). Pero dichas políticas resultaron no ser necesarias ni suficientes para el crecimiento; los países del Asia oriental, que siguieron políticas diferentes, lograron un crecimiento más rápido y tuvieron mucho más éxito en la reducción de la pobreza.
Bajo la dirección de Wolfensohn, el Banco empezó a buscar estrategias multifacéticas, encuadradas por lo que llamó Marco Integral de Desarrollo. Muchos de los vínculos resultaban evidentes, pero no se les había prestado la atención suficiente. El aumento de la productividad rural o un mejor acceso a los mercados servirían de poco, si faltaban carreteras y puertos. En un país infestado por el paludismo, los programas de erradicación de los mosquitos pueden incrementar en gran medida la producción e incluso aumentar el uso eficaz de la tierra, pues se puede volver a vivir en terrenos que resultaban casi inhabitables. También se pueden aumentar los rendimientos de la educación, si más personas viven más años gracias a una mejor atención de salud.
El Banco empezó a reconocer que los países en desarrollo diferían de los países más desarrollados no sólo en su falta de recursos; también había un desfase en los conocimientos, lo que resultaba particularmente importante cuando el mundo pasó a lo que llamamos la “economía del conocimiento”. Entre los casos de éxito figuraron la India y el Asia oriental, que invirtieron intensamente no sólo en la enseñanza primaria, sino también en la secundaria y la superior y, en particular, en la tecnología y la ciencia. Representó un importante cambio en el planteamiento de la educación por parte del Banco, anteriormente centrado en la escolarización primaria.
La campaña de Wolfensohn contra la corrupción representó también un importante cambio de concepción, el paso de la reducción a la mejora del Estado. Los Estados fracasados –se reconocía ahora– eran un impedimento no menos grave para el desarrollo que los Estados autoritarios.
El Informe de Desarrollo Mundial del Banco correspondiente a 1997 reflejó ese nuevo intento de encontrar un papel equilibrado para el Estado y reveló la comprensión de las limitaciones de los mercados y del gobierno.
Con Wolfensohn, el Banco hizo frente repetidas veces a los Estados Unidos, donde los gobiernos tanto de Clinton como de Bush habrían preferido un Presidente más acomodaticio. Cuando el Secretario Adjunto de Hacienda de los EE.UU. Lawrence Summers intentó cambiar el informe decenal del Banco sobre la pobreza –para quitar importancia a las preocupaciones por la inseguridad y la habilitación y centrarlo más exclusivamente en la renta–, prevaleció la opinión del Banco. Cuando los EE.UU. intentaron suprimir el llamamiento del Banco en pro de un régimen de propiedad intelectual más equilibrado –más en consonancia con los intereses de los países en desarrollo–, volvió a prevalecer la opinión del Banco.
Tanto el gobierno de Bush como la UE habrían preferido sin lugar a dudas menos críticas de sus regímenes comerciales, que tan desfavorables efectos tienen en los países en desarrollo. A Bush le habría resultado útil que el Banco Mundial aceptara en silencio propuestas de financiación para aliviar la carga de la deuda a los países más pobres mediante la reducción de sus reservas, con lo que los países pobres habrían pagado por los más pobres, al reducirse la capacidad de préstamo del Banco, pero habría sido injusto y una vez más el Banco salió en defensa de los intereses del mundo en desarrollo.
Un logro no menos importante fue el de cambiar la relación entre el Banco y los países que solicitan su ayuda. En el pasado, se consideraba al Banco un proveedor de ortodoxia neoliberal, planteamiento del desarrollo cuya credibilidad se había debilitado en el momento en que Wolfensohn pasó a ocupar su cargo y que ha seguido perdiendo prestigio desde entonces. Esa ortodoxia coincidía con frecuencia con los intereses financieros, empresariales y nacionales de los países industriales avanzados o esa sensación daba.
Peor aún: el Banco solía poner una infinidad de condiciones a cambio de su asistencia, planteamiento que socavaba los procesos democráticos y la identificación de los países con sus políticas, lo que debilitaba su eficacia. Cuando sus investigaciones revelaron que la condicionalidad no funcionaba, el Banco dirigido por Wolfensohn la abandonó.
El Banco empezó a comprender que en relación con muchas cuestiones decisivas había desacuerdos legítimos entre los economistas sobre la vía correcta de actuación. La democracia requiere el debate activo sobre las políticas económicas, no su supresión ni la delegación de la adopción de decisiones en expertos, nacionales o extranjeros. El intento del Banco de impulsar el debate no recibió buena acogida por la Hacienda de los EE.UU. ni por el FMI, pero su influencia fue innegable. También el Fondo empezó a reducir la condicionalidad y con el tiempo empezó a poner en entredicho la conveniencia de la liberalización del mercado de capitales, que antes había sido fundamental para su programa.
Poco a poco se fue considerando al Banco, al menos en muchos medios, como un socio en la búsqueda conjunta del crecimiento y la reducción de la pobreza y no como un adversario que intentara promover un programa económico o una ideología occidentales. Cuando Wolfensohn dijo que quería poner al país en el asiento del conductor, lo creía en serio, aunque no todo el mundo dentro del Banco mostró el mismo entusiasmo ante esa iniciativa o algunas otras.
James Wolfensohn presidió el Banco Mundial en una época de inmensos cambios, tumultos y oportunidades, una época caracterizada por el fin de la guerra fría, la transición poscomunista a las economías de mercado y las crisis financieras del Asia oriental y después mundial. Su compromiso con el mundo en desarrollo ha sido contagioso. Ha dejado una herencia impresionante para que su sucesor la continúe.
Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, es profesor de Economía en la Universidad de Columbia y fue Presidente del Consejo de Asesores Económicos del Presidente Clinton y Economista Jefe y Vicepresidente primero del Banco Mundial. Su libro más reciente es The Roaring Nineties: a New History of the World’s Most Prosperous Decade (“Los locos años del decenio de 1990: Nueva historia del decenio más próspero del mundo”).
Copyright: Project Syndicate, 2005.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.