LA GLOBALIZACIÓN
Gonzalo Anes, 20/10/2005, ABCDESDE hace unos tres años la prensa diaria y los demás medios de comunicación dan noticias sobre las acciones de gentes que viajan de un continente a otro para protestar ante las sedes donde se celebran las reuniones del G7, conjunto formado por los representantes de los países más desarrollados del mundo. Una de las más sonadas algarabías, con grandes desórdenes y destrozos y con heridos y hasta muertes, tuvo lugar en la ciudad de Génova con motivo de reunirse allí ese grupo. Quienes se oponen al G7, jóvenes y no tan jóvenes, son de las más variopintas procedencias y actitudes. Se trata de ecologistas que sufren y protestan por los daños que el crecimiento económico origina en la naturaleza; marxistas nostálgicos, sin saber qué es lo que añoran por no haber vivido las consecuencias de la aplicación de la doctrina; alteradores del orden que aprovechan toda oportunidad de manifestarse, a veces con violencias. Son movimientos, no sé si autobautizados, de antiglobalización. De una encuesta reciente, resulta que muchos universitarios españoles -parece que un cuarenta por ciento- son contrarios a la globalización.
Recuerdo haber leído algún artículo en el que se indicaba que era más propio utilizar el sustantivo mundialización para designar la tendencia integradora de la economía, parecería que actual, a que «todo el mundo sea uno»; a que los bienes producidos en una zona determinada se disfruten o consuman en cualquier parte del planeta y a que las grandes empresas actúan en cada vez más amplios espacios territoriales, fuera del país de origen.
Hace años que el adjetivo multinacional, aplicado a una empresa, levanta la repulsión de todo un sector de la humanidad que se avenía muy bien al internacionalismo comunista a pesar de las miserias que originaba. Estas mismas gentes rechazan la acción de las grandes empresas, por los beneficios que generan. Piensan que el éxito económico que tienen se funda en la explotación de las poblaciones de los países en donde actúan. No suelen meditar en la relación existente entre los beneficios y las economías de producir en gran escala por disponer de mercados amplios que aseguren la demanda necesaria, ni en lo que contribuyen al desarrollo económico general.
La globalización es efecto de acciones humanas guiadas por el afán de conocer, de descubrir, de explorar y de vivir mejor y, por consiguiente, es tan antigua como la misma humanidad. Para épocas primitivas de la historia, los arqueólogos nos muestran cada día restos materiales que prueban influencias ejercidas en radios amplísimos de miles de kilómetros. Lo mismo cabe decir de los cambios que originó en el conjunto euroasiático la acción civilizadora de pueblos del Asia Oriental, de Mesopotamia, de Egipto, lo mismo que la de griegos, púnicos y romanos y lo que significaron los musulmanes como transmisores de técnicas y de conocimientos entre el lejano oriente y la Europa occidental. Hasta el paisaje se modificó al difundir plantas, arbustos y árboles que procedían del oriente lejano, o del Asia Occidental. Cerezos, nísperos, caña de azúcar y tantas otras especies vegetales comenzaron a cultivarse en Europa en época romana o las dieron a conocer los islamitas.
Fueron causa y efecto de la mundialización las especias consumidas en la Europa del occidente desde tiempos de Roma, las sedas, jaspes, perlas y demás bienes que procedían de la China, de la India y de los mares del sur y que fueron objeto de comercio durante toda la Edad Media, por rutas terrestres que afluían al Mediterráneo. El oro africano llegado a Lisboa desde comienzos del siglo XV, la plata extraída de los yacimientos de la Nueva España y del Cerro del Potosí, llegada en cantidades crecientes a Sevilla desde comienzos del siglo XVI, el azogue transportado a aquellas minas desde Almadén para facilitar la obtención del metal noble intensificaron la acción mundializadora.
Los viajes de Colón y el descubrimiento de la ruta de El Cabo permitieron ampliar la acción comercial de los europeos en todo el mundo, desde comienzos del siglo XVI. Antes, los portugueses, desde la conquista de Ceuta en 1415, habían comenzado a explorar las costas atlánticas de África en busca del oro tiberi, del oro del Sudán.
Con el descubrimiento de América -«la mayor cosa después de la creación del mundo», dirá López de Gómara a mediados del siglo XVI- las armadas y flotas que hacían la carrera de las Indias y el galeón de Acapulco o de Manila surcaron los océanos, con el estímulo de las ganancias que proporcionaba el comercio ultramarino. El maíz, la patata, la caña de azúcar, hortalizas y animales fueron objetos de intercambio entre el viejo y nuevo mundo y contribuyeron a modificar las dietas alimentarías y hasta las costumbres y formas de vida.
Las innovaciones en la construcción naval, en la cartografía y en los aparatos de medición influyeron en que disminuyeran los costes del transporte marítimo. También mejoraron caminos y carreteras y los transportes terrestres, con la consiguiente repercusión en los costes. La mayor rapidez y exactitud al transmitir noticias, gracias a diarios y gacetas, contribuyeron asimismo a que disminuyeran los costes de transacción. Todo ello explica que, en los últimos decenios del siglo XVIII, se tuviera el convencimiento de vivir en un mundo en el que se había producido, desde comienzos del XVI, «una entera revolución en el comercio», en las costumbres, en la industria y hasta en las formas de gobernar. Un ilustrado español, don Pedro de Góngora y Luján, duque de Almodóvar del Río, director de la Real Academia de la Historia desde enero de 1792 hasta que falleció en mayo de 1794, supo describir las consecuencias de habitar en un mundo en el que ya estaban vencidos los particularismos y las exclusiones. Expuso los efectos del descubrimiento de América y de la ruta de El Cabo, con las siguientes palabras: «desde aquel momento, los hombres de las más remotas regiones se fueron progresivamente acercando, por nuevos medios y nuevas necesidades. Los frutos de los climas bajo el Ecuador se consumen en los climas vecinos al Polo; las producciones de la industria del Norte pasan al Mediodía; los géneros del Oriente mantienen el lujo del ocaso (el Poniente); y por todas partes hacen los hombres un mutuo cambio de sus opiniones, de sus leyes, de sus usos, de sus enfermedades, de sus remedios, de sus virtudes y de sus vicios». Cara y cruz de la mundialización, ya bien visible en el siglo de las luces.
A pesar de las sombras y de las miserias, la mundialización ha permitido que viva más y mejor un progresivo mayor número de habitantes de este planeta globalizado.
Es deseable que, a la libre circulación de bienes y capitales, acompañe la libertad de movimientos de población con el fin de que las oportunidades de trabajo sean abiertas y mayores para todos, en los países más desarrollados, independientemente de la procedencia de quienes deseen trabajar. Los cambios culturales e institucionales que originará la mayor libertad harán más vivible el mundo venidero.
Gonzalo Anes es el Director de la Real Academia de la Historia