La doctrina zombi

George Monbiot, 04/07/2016,
monbiot.com

Es como si la gente de la Unión Soviética no hubiera oído hablar nunca del comunismo. Para la mayoría de nosotros, la ideología que domina nuestra vida no tiene nombre. Lo mencionas en una conversación y como respuesta obtienes un encogimiento de hombros. Incluso aunque los que te escuchan hayan oído antes el término, les costará definirlo. Neoliberalismo: ¿sabes lo que es?

Su anonimato es tanto un síntoma como una causa de su poder. Ha jugado un papel decisivo en una gran variedad de crisis: el hundimiento financiero de 2007-8, el offshoring de la riqueza y el poder, del que los Papeles de Panamá son sólo un vislumbre, los lentos derrumbamientos de la educación y la sanidad públicas, la resurgente pobreza infantil, la epidemia de la soledad, el colapso de ecosistemas, el auge de Donald Trump. Pero respondemos a estas crisis como si surgieran aisladamente, sin ser conscientes de que todas han sido catalizadas o exacerbadas por una misma y coherente filosofía; una filosofía que tiene, o tuvo, un nombre. ¿Qué poder puede haber mayor que el de operar desde el anonimato?

El neoliberalismo ha tenido tal capacidad de penetración que raras veces lo reconocemos como una ideología. Parece que aceptemos la proposición de que esta fe utópica y milenarista describe a una fuerza neutral; una especie de ley biológica, como la teoría de la evolución de Darwin. Pero la filosofía surge como un intento coherente de dar nueva forma a la vida humana y cambiar la localización del poder.

El neoliberalismo ve la competencia como la característica definitoria de las relaciones humanas. Redefine a los ciudadanos como consumidores, cuyas elecciones democráticas se ejercitan mejor comprando y vendiendo, un proceso que recompensa el mérito y castiga la ineficiencia. Mantiene que "el mercado" ofrece beneficios que nunca se podrían conseguir con la planificación.

Cualquier intento de limitar la competencia es tratado de enemigo de la libertad. La fiscalidad y la regulación deberían minimizarse, los servicios públicos deberían privatizarse. La organización del trabajo y la negociación colectiva con los sindicatos se describen como distorsiones del mercado, que impiden la formación de una jerarquía natural de ganadores y perdedores. La desigualdad es reformulada como virtuosa: una recompensa a la utilidad que genera riqueza, que chorrea hacia abajo para enriquecer a todos. Los intentos por crear una sociedad más igual son contrarios a la producción y moralmente corrosivos. El mercado asegura que todos reciban lo que merecen.

Internalizamos y reproducimos sus credos. Los ricos se persuaden a sí mismos de que adquirieron su riqueza mediante el mérito, ignorando las ventajas —como educación, herencia y clase— que pudieron ayudarles a asegurarla. Los pobres empiezan a culparse de sus fracasos, incluso en los casos en que es muy poco lo que puedan hacer por cambiar, dadas sus circunstancias.

El desempleo estructural no importa nunca: si no tienes trabajo es porque no eres emprendedor. No importan los costes imposibles del alojamiento: si has traspasado los límites de tu tarjeta de crédito es porque eres irresponsable e imprevisor. No importa que tus hijos ya no tengan un campo de juego escolar: si engordan, es tu culpa. En un mundo regido por la competencia, los que se quedan atrás son definidos, y se definen a sí mismo de este modo, como perdedores.

Entre las consecuencia, tal como las documenta Paul Verhaeghe en su libro What About Me?, están las epidémicas autolesiones, trastornos alimentarios, depresión, soledad, ansiedad por el rendimiento y fobias sociales. Quizá no sea sorprendente que Gran Bretaña, donde la ideología neoliberal se ha aplicado con mayor rigor, sea la capital europea de la soledad. Todos somos neoliberales ahora.

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El término neoliberalismo fue acuñado en una reunión celebrada en París en 1938. Entre los delegados estaban dos hombres que definieron la ideología, Ludwig von Mises y Friedrich Hayek. Los dos, exiliados austriacos, consideraban la social democracia, ejemplificada por el New Deal de Franklin Roosevelt, y el desarrollo gradual del estado del bienestar en Gran Bretaña, como manifestaciones de un colectivismo que ocupaba el mismo espectro que el nazismo y el comunismo.

En The Road to Serfdom, publicado en 1944, Hayek argumentaba que la planificación gubernamental, al aplastar el individualismo, conduciría inexorablemente al control totalitario. Como el libro de Mises, Bureaucracy, The Road to Serfdom fue muy leído. Llamó la atención de algunas personas muy ricas que vieron esa filosofía como una oportunidad de liberarse de las regulaciones y la fiscalidad. En 1947, cuando Hayek fundó la primera organización para extender la doctrina del neoliberalismo, la Mont Pelerin Society, recibió el apoyo económico de millonarios y de sus fundaciones.

Con esa ayuda, empezó a crear lo que Daniel Stedman Jones describe en Masters of the Universe como "una especie de Internacional Neoliberal": una red transatlántica de académicos, empresarios, periodistas y activistas. Los ricos del movimiento fundaron una serie de think tanks que ajustarían y promoverían la ideología. Entre ellos estaban el American Enterprise Institute, la Heritage Foundation, el Cato Institute, el Institute of Economic Affairs, el Centre for Policy Studies y el Adam Smith Institute. También financiaron departamentos y posiciones académicas, especialmente en las universidades de Chicago y Virginia.

Tal como evolucionó, el neoliberalismo llegaría a ser más estridente. La idea de Hayek de que los gobiernos deberían regular la competencia para impedir que se formaran monopolios dio lugar, entre apóstoles estadounidenses como Milton Friedman, a la creencia de que el poder de los monopolios podía ser considerado como una recompensa a la eficiencia.

Ocurrió otra cosa durante esta transición: el movimiento perdió su nombre. En 1951, Milton Friedman era feliz de describirse como neoliberal. Pero poco después, el término empezó a desaparecer. Más extraño todavía, mientras la ideología se volvía más fresca y el movimiento más coherente, el nombre perdido no fue sustituido por ninguna alternativa común.

Al principio, a pesar de la pródiga dotación de fondos, el neoliberalismo quedó en los márgenes. El consenso de posguerra era casi universal: las recetas económicas de John Maynard Keynes fueron extensamente aplicadas, el pleno empleo y el alivio de la pobreza eran objetivos comunes en EE UU y en gran parte de la Europa Occidental, los tipos fiscales a las rentas superiores eran altos y los gobiernos trataban de conseguir resultados sociales sin avergonzarse, desarrollando redes de seguridad y servicios públicos nuevos.

Pero en los años 70, cuando se empezó a abandonar las políticas keynesianas y las crisis económicas golpearon ambos lados del Atlántico, las ideas neoliberales entraron en la corriente principal. Como comentó Milton Friedman, "cuando llegó el momento en el que había que cambiar ... había una alternativa preparada que podía ser elegida". Con la ayuda de los periodistas y asesores políticos que simpatizaban con la idea, elementos del neoliberalismo, especialmente sus recetas de política monetaria, fueron adoptados por la Administración de Jimmy Carter en Estados Unidos y por el Gobierno de Jim Callaghan en Gran Bretaña.

Después de que Margaret Thatcher y Ronald Reagan llegaran al poder, siguió enseguida el resto del paquete: recortes fiscales masivos para los ricos, el aplastamiento de los sindicatos, desregulación, privatización, externalización y competencia en los servicios públicos. Por medio del FMI, el Banco Mundial, el Tratado de Maastricht y la Organización Mundial del Comercio, se impusieron las políticas neoliberales –a menudo sin un consentimiento democrático– en una gran parte del mundo. Lo más notable es que fueron adoptadas por partidos que habían pertenecido a la izquierda: el Laborismo y los Demócratas, por ejemplo. Como dice Daniel Stedman Jones, "es difícil encontrar otra utopía que se haya realizado tan completamente".

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Puede parecer extraño que una doctrina que promete elección y libertad fuera promovida con el eslogan "no hay alternativa". Pero, como dijo Friedrich Hayek en una visita al Chile de Pinochet –una de las primeras naciones que aplicaron todo el programa– "mi preferencia personal se inclina hacia una dictadura liberal más que hacia un gobierno democrático desprovisto de liberalismo". La libertad que ofrece el neoliberalismo, que suena tan seductor cuando se expresa en términos generales, resulta que significa libertad para los peces grandes, no para los pececillos.

Liberarse de los sindicatos y la negociación colectiva significa libertad para bajar los salarios. Liberarse de la regulación significa libertad para envenenar los ríos, poner en peligro a los trabajadores, cargar tasas de interés inicuas y diseñar instrumentos financieros exóticos. La libertad fiscal significa liberarse de la distribución de la riqueza que saca de la pobreza a la gente.

Como documenta Naomi Klein en The Shock Doctrine, los teóricos neoliberales favorecieron el uso de las crisis para imponer políticas impopulares mientas la gente estaba distraída: por ejemplo, después del golpe de Pinochet, la guerra de Irak y el huracán Katrina, que Milton Friedman describió como "una oportunidad para reformar radicalmente el sistema educativo" en Nueva Orleans.

Donde las políticas neoliberales no se pueden imponer nacionalmente, lo hacen internacionalmente, mediante tratados comerciales que incorporan "acuerdos entre inversores y Estado para la solución de disputas": tribunales offshore en los que las corporaciones pueden presionar para la eliminación de las protecciones sociales y medioambientales. Donde los parlamentos han votado la restricción de la venta de tabaco, proteger los suministros de agua frente a las compañías mineras, congelar las facturas de la energía o impedir a las empresas farmacéuticas que estafen la Estado, las corporaciones han litigado, a menudo con éxito. La democracia se ha reducido a teatro.

Otra paradoja del neoliberalismo es que la competencia universal se basa en la comparación y la cuantificación universales. El resultado es que los trabajadores, los que buscan empleo y los servicios públicos de todo tipo se ven sometidos a un régimen sofocante, creado para oscurecer, de valoración y supervisión, diseñado para identificar a los ganadores y castigar a los perdedores. La doctrina que, como propuso, Ludwig von Mises, nos liberaría de la pesadilla burocrática de la planificación centralizada, ha creado otra.

El neoliberalismo no fue creado como un fraude de autoservicio, pero se ha convertido rápidamente en uno. El crecimiento económico ha sido notablemente más lento en la era neoliberal (desde 1980 en Gran Bretaña y EE UU) que el de las décadas precedentes; pero no para los muy ricos. La desigualdad en la distribución de los ingresos y la riqueza, tras haberse reducido durante 60 años, creció rápidamente en esta era, por causa del aplastamiento de los sindicatos, las reducciones fiscales, el crecimiento de las rentas, la privatización y la desregulación.

La privatización o comercialización de los servicios públicos –como la energía, agua, trenes, salud, educación, carreteras y prisiones– ha permitido a las corporaciones crear cabinas de peaje ante los activos esenciales y cobrar un precio, bien a los ciudadanos o a los gobiernos, por su uso. Renta es otro término para los ingresos que no se han ganado. Cuando pagamos un precio inflado por un billete de tren, solo una parte del precio compensa a los operadores por el dinero que gastan en combustible, salarios, material rodante y otros desembolsos. El resto refleja el hecho de que nos tienen con el agua al cuello.

Los que poseen y dirigen los servicios privatizados o semi-privatizados del Reino Unido hacen una fortuna invirtiendo poco y cargando mucho. En Rusia y en India los oligarcas compraron los activos del Estado mediante compras de liquidaciones. En México se le concedió a Carlos Slim el control de casi todos los servicios telefónicos de fijo y de móviles y se convirtió pronto en el hombre más rico del mundo.

La financiarización, tal como señala Andrew Sayer en Why We Can't Afford the Rich, ha tenido impactos similares. "Como la renta", dice, "el interés es ... ingresos no ganados que se acumulan sin esfuerzo". Conforme los pobres se hacen más pobres y los ricos más ricos, los ricos adquieren un control creciente sobre otro activo decisivo: el dinero. Los pagos de intereses son, abrumadoramente, una transferencia de dinero de los pobres a los ricos. Conforme los precios de la propiedad y la retirada de fondos estatales traspasa la deuda a la gente (pensemos en la transferencia de las becas de estudiantiles a los préstamos a estudiantes) los bancos y sus ejecutivos quedan limpios.

Sayer argumenta que las últimas cuatro décadas se han caracterizado por una transferencia de riqueza no solo de los pobres a los ricos, sino también dentro de las filas de la riqueza: de los que ganan su dinero produciendo nuevas mercancías y servicios a los que lo hacen mediante el control de los activos existentes y cosechan la renta, el interés o las ganancias del capital. Los ingresos ganados han sido suplantados por los no ganados.

Las políticas neoliberales se ven acosadas por todas partes por los fallos del mercado. No solo los bancos son demasiado grandes para caer, sino que también lo son las corporaciones encargadas de prestar los servicios públicos. Como señalaba Tony Judt en Ill Fares the Land, Friedrich Hayek olvidó que no se puede permitir que colapsen los servicios nacionales vitales, lo que significa que no se puede permitir el proceso de la competencia. Las empresas se llevan los beneficios, el Estado mantiene el riesgo.

Cuanto mayor sea el fracaso, más extrema se vuelve la ideología. Los gobiernos usan las crisis neoliberales como excusa y como oportunidad para bajar impuestos, privatizar los servicios públicos que quedaban, abrir agujeros en la red de la seguridad social, desreglar las corporaciones y re-regular a los ciudadanos. El Estado que se odia a sí mismo hunde ahora sus dientes en todos los órganos del sector público.

Quizá el impacto más peligroso del neoliberalismo no son las crisis económicas que ha causado, sino las crisis políticas. Cuando se reduce el dominio del Estado, también se contrae nuestra capacidad de cambiar el curso de nuestra vida mediante el voto. A cambio, afirma la teoría neoliberal, la gente puede ejercer su capacidad de elección mediante el gasto. Pero algunos tienen más capacidad de gasto que otros: en la democracia de los grandes consumidores o accionistas, los votos no están igualmente distribuidos. La consecuencia es una pérdida de poder de los pobres y los medianos. Cuando los partidos de la derecha y los que antes eran de izquierda adoptan políticas neoliberales, la pérdida de poder se convierte en privación de derechos. Un gran número de personas ha sido arrojado fuera de la política.

Chris Hedges comenta que "los movimientos fascistas crearon su base no a partir de los políticamente activos sino de los políticamente inactivos, los "perdedores" que, a menudo con toda la razón, pensaban que no tenían ni voz ni un papel que jugar en la institución política". Cuando el debate político ya no nos habla a nosotros, la gente pasa a responder a los eslóganes, los símbolos y las sensaciones. A los admiradores de Donald Trump, por ejemplo, los hechos y los argumentos les resultan irrelevantes.

Tony Judt señalaba que cuando la malla espesa de las interacciones entre las personas y el Estado se ha reducido solamente a la autoridad y la obediencia, la única fuerza que nos queda es el poder del Estado. El totalitarismo que temía Hayek tiene más probabilidades de emerger cuando los gobiernos, habiendo perdido la autoridad moral que surge de la entrega de servicios públicos, se reduce al "engatusamiento, la amenaza y la coerción al pueblo para que obedezca".

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Como el comunismo, el neoliberalismo es el dios que falló. Pero la doctrina zombi avanza tambaleándose, y uno de los motivos es su anonimato. O mejor dicho, un agrupamiento de anonimatos.

La doctrina invisible de la mano invisible es promovida por partidarios invisibles. Lenta, muy lentamente, hemos empezado a descubrir los nombres de algunos de ellos. Hemos descubierto que el Institute of Economic Affairs, que ha argumentado con fuerza en los Medios contra nuevas regulaciones del sector del tabaco, ha sido dotado de fondos en secreto por la British American Tobacco desde 1963. Descubrimos que Charles y David Koch, dos de los hombres más ricos del mundo, dieron los fondos del instituto que estableció el movimiento del Tea Party. Descubrimos que Charles Koch, al fundar uno de sus think tanks, anotó que "para evitar críticas indeseables, no se debe decir públicamente el modo en que la organización es controlada y dirigida".

Las palabras utilizadas por el neoliberalismo ocultan más de lo que aclaran. "El mercado" suena como un sistema natural que nos habría sobrevenido igualmente, como la gravedad o la presión atmosférica. Pero está tensado con las relaciones de poder. Lo que "el mercado quiere" suele significar lo que las corporaciones y sus jefes quiere,. "Inversión", tal como dice Andrew Sayer, significa dos cosas muy diferentes. Una es la dotación de fondos a las actividades productivas y socialmente útiles, la otra es la compra de activos existentes para ordeñarlos en forma de renta, intereses, dividendos y ganancias del capital. Usando la misma palabra para diferentes actividades "se camuflan los orígenes de la riqueza", lo que nos lleva a confundir entre creación de riqueza y extracción de riqueza.

Hace un siglo, los nuevos ricos eran menospreciados por los que habían heredado el dinero. Los emprendedores buscaban la aceptación social haciéndose pasar por rentistas. Hoy, esa relación se ha invertido: los rentistas y herederos se hacen pasar por emprendedores. Afirman haber ganado el dinero que no ganaron.

Estas anonimias y confusiones se mezclan con la falta de nombre y de lugar del capitalismo moderno: el modelo de franquicias, que asegura que los trabajadores desconozcan para quién se están esforzando; las compañías registradas mediante una red offshore tan compleja de regímenes tan secretos que ni siquiera la policía puede descubrir a los propietarios que se llevan los beneficios; los acuerdos fiscales que engañan a los gobiernos; los productos financieros que nadie entiende.

El anonimato del neoliberalismo se defiende con fuerza. Los que están influidos por Hayek, Mises y Friedman suelen rechazar el término, manteniendo, en parte con justicia que hoy solo se usa peyorativamente. Pero no nos ofrecen un sustituto. Algunos se describen a sí mismos como liberales clásicos o libertarios, pero estas dos descripciones son equívocas y curiosamente se borran a sí mismas cuando sugieren que no hay ninguna novedad tras The Road to Serfdom, Bureaucracy o la obra clásica de Friedman, Capitalism and Freedom.

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Pese a todo esto, hay algo admirable en el proyecto neoliberal, al menos en sus primeras fases. Fue una filosofía innovadora y distintiva promovida por una red coherente de pensadores y activistas con un plan de acción claro. Fue paciente y resistente. The Road to Serfdom se convirtió en el camino al poder.

El triunfo del neoliberalismo también refleja el fracaso de la izquierda. Cuando la economía del laissez-faire llevó a la catástrofe de 1929, Keynes ideó una teoría económica general para sustituirla. Cuando la gestión de la demanda keynesiana chocó contra los topes en los años 70, había "una alternativa dispuesta a ser escogida". Pero cuando el neoliberalismo se hizo pedazos en 2008 ... no había nada. Por eso es por lo que el zombi camina. La izquierda y el centro no han producido un marco económico general nuevo para los años 80.

Toda invocación a Lord Keynes es una admisión de fracaso. Proponer soluciones keynesianas a la crisis del siglo XXI es ignorar tres problemas evidentes. Es difícil movilizar a la gente alrededor de las ideas antiguas; los fallos que quedaron expuestos en los años 70 no han desaparecido; y, lo más importante de todo, no tienen nada que decir acerca de nuestra situación más grave: la crisis medioambiental. La demanda de los consumidores y el crecimiento económico son los motores de la destrucción medioambiental.

Lo que muestra la historia del keynesianismo y el neoliberalismo es que no son suficientes para oponerse a un sistema roto. Hay que proponer una alternativa coherente. Para los laboristas, los demócratas y la izquierda más amplia, la tarea decisiva debería ser el desarrollo de un programa económico Apolo, un intento consciente de diseño de un sistema nuevo, ajustado a las demandas del siglo XXI.

El nuevo libro de George Monbiot, How Did We Get into This Mess?, Lo publica este mes la editorial Verso.

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