Por una izquierda de los movimientos: el 15-M como espejo y como modelo
Carlos Taibo, 14/11/2011
Estas líneas recogen qué es lo que, desde mi punto de vista, debería ser la izquierda entre nosotros. En ellas se elude premeditadamente una discusión tan farragosa como necesaria --la relativa a las virtudes y desventajas del término izquierda--, al tiempo que se toma en muchos sentidos como modelo lo que supone el movimiento del 15 de mayo. Ahora disponemos de un referente material al que vincular nuestras ideas, y en singular la de que movimientos como ése son realidades plenas.
1. Cualquier iniciativa que pongamos en marcha debe ser, por fuerza, asamblearia y autogestionaria. Tenemos ya noticia cumplida de lo que significan, como obstáculos para la emancipación, maquinarias burocráticas, liderazgos y liberados. Muchas de las manifestaciones del 15-M han puesto de relieve cómo la gente de a pie tiene a menudo más capacidades, talento y coraje que quienes dicen ser sus representantes. En ese sentido, un movimiento como el mencionado debe aspirar, por lógica, a convertirse en una omnipresente y libertaria instancia que plantee, en todos los terrenos, la doble perspectiva de la asamblea y la autogestión, y que desdeñe, hasta donde sea posible, la delegación de las decisiones en otros. Hablamos, en otras palabras, de la primacía de la democracia directa sobre las reglas propias de las democracias representativa y participativa.
2. Es preciso defender un proyecto de sociedad adaptado a lo anterior. Ello significa, por encima de todo, pelear por la descentralización, recuperar con orgullo la vida local --hacer otro tanto, claro, con una vida social arrinconada por la miseria de la producción, el consumo y la competitividad-- y propiciar una progresiva descomplejización de nuestras sociedades. Somos tanto más dependientes cuanto más complejas son las relaciones que trenzamos. En el sentido general invocado, cualquier discurso que haga de la emancipación su meta debe apostar con orgullo por la reaparición exultante del medio rural y debe mostrarse escéptico ante la eventual dimensión liberadora de la abrumadora mayoría de las tecnologías creadas por el capitalismo.
3. Por lógica el proyecto descrito debe responder a una prioridad: la de construir desde ya, sin aguardar a eventuales y estériles tomas del poder, espacios de autonomía en los que se apliquen reglas del juego distintas de las que se hacen valer al calor del capitalismo que padecemos. Aunque conviene subrayar que ese proyecto tiene a todas luces un contenido diferente de aquel que reivindica el despliegue de esfuerzos encaminados a conseguir que nuestros gobernantes modifiquen unas u otras políticas, no hay por qué desdeñar que, tácticamente, esa tarea de presión se haga valer también.
Las cosas como fueren, entre nosotros parece inevitable partir de un rechazo palmario de lo que han supuesto la idolatrada transición española y, con ella, el orden político --la democracia liberal-- perfilado en torno a la Constitución en vigor. Y parece urgente plantar cara, en paralelo, a lo que significan unos medios de incomunicación dramáticamente volcados al servicio de inconfesables intereses.
4. El proyecto que nos ocupa tiene que ser inequívocamente anticapitalista. Seamos más precisos: no puede ser exclusivamente antineoliberal, toda vez que es posible contestar agriamente el neoliberalismo, por entender que es una manifestación extrema e indeseable del capitalismo, al tiempo que se acepta, sin embargo, la lógica de fondo de este último. No es creíble ninguna iniciativa de transformación que sea meramente ciudadanista, esto es, que plante cara a una u otra aberración del sistema mientras olvida cuestionar éste como un todo.
Hay que recordar, cuantas veces sea preciso, que el mundo del trabajo asalariado y de la mercancía sigue estando en el centro de muchas cosas. Y lo sigue estando tanto más cuanto que el capitalismo contemporáneo en muchos sentidos está recuperando reglas y modos de acción que una ilusión óptica sugería que había abandonado para siempre. Esa recuperación coincide llamativamente, por cierto, con la apertura de una fase de corrosión terminal del propio capitalismo que en una de sus dimensiones se vincula estrechamente con su ceguera ante las consecuencias, dramáticas, de la crisis ecológica en curso.
5. Desde el respeto a muchas gentes valiosas que creen en unos y otras, sobran las razones para guardar todas las distancias con respecto a lo que suponen partidos y elecciones. El registro histórico de nuestra izquierda política es bien poco estimulante. En él se dan cita el asentamiento de genuinas castas burocráticas, el despliegue de prácticas aberrantemente lastradas por la obsesión electoral, un lamentable anquilosamiento programático --con las diferentes modulaciones de la socialdemocracia en la trastienda-- y, en suma, una llamativa ausencia de sensores que permitan calibrar lo que piensan y desean muchas de las personas aparentemente próximas. Una de las manifestaciones más claras de todo lo anterior la aporta, en estas horas, la escueta defensa de los Estados del bienestar en abierta ignorancia de lo que éstos han supuesto históricamente, de la forma política que inequívocamente los acompaña, de su insoslayable vinculación con la lógica del capitalismo y de su difícil sostenibilidad ecológica.
Sobran las razones, entonces, para contraponer izquierda política e izquierda social, y para sostener, cuantas veces sea preciso, que las concreciones de esta última que merecen la pena no necesitan instancias de representación externas. No hay mayor motivo para acatar, por añadidura, la idea de que es tan posible como razonable crear partidos de tipo nuevo. Aquéllos de los que ya disponemos son suficiente ilustración de las carencias históricas de la forma correspondiente, y de la condición parcial de su propuesta (también en el terreno ideológico: al parecer es imposible encontrar un partido que postule al tiempo de forma consecuente el designio de la lucha social y el propósito de hacer frente de manera cabal a la crisis ecológica).
6. Una reflexión similar debe tener por objeto las miserias que rodean hoy a los dos sindicatos mayoritarios. Estos últimos, pilares fundamentales del sistema que padecemos, arrastran todas las secuelas de su abrumadora dependencia con respecto a los recursos públicos. Burocratizados y vinculados poco menos que en exclusiva con los trabajadores asalariados, le han dado alas a muchas de las aberraciones que estos últimos han acabado por abrazar, y entre ellas la que, tras idolatrar el salario, identifica sin más consumo y bienestar (no es más halagüeño lo que puede decirse de la mayoría de las ONG, también anquilosadas, volcadas sobre sí mismas y paradójicamente dependientes de las arcas públicas).
Aunque todos los discursos sindicales plantean problemas, salta a la vista que éstos resultan ser sensiblemente menores en el caso del sindicalismo alternativo y resistente, las más de las veces de cariz anarcosindicalista y muy próximo, cognitiva y emocionalmente, a la izquierda social y a movimientos como el del 15 de mayo.
7. Además de anticapitalista, cualquier proyecto de emancipación que cobre cuerpo en el Norte opulento en el inicio del siglo XXI tiene que ser por fuerza antipatriarcal, antiproductivista, antimilitarista e internacionalista. Debe colocar en un primer plano, en otras palabras, el propósito de acabar en todos los órdenes con la marginación, material y simbólica, que padecen las mujeres; tiene que responder, en segundo lugar, a una defensa cabal de los derechos de las generaciones venideras (y de los de las demás especies que nos acompañan en el planeta Tierra); ha de hacer frente, en tercer término, a lo que acarrean poderosas instancias de cariz militar-represivo --y a los valores consiguientes--, y está en la obligación de dar aliento en todo momento a los designios de liberación que cobran cuerpo en los países del Sur.
Todo ello implica que en las diferentes concreciones materiales de ese proyecto tiene que estar presente en todo momento un horizonte de medio y largo plazo que a menudo falta en las propuestas, casi siempre cortoplacistas, de la izquierda política.
8. De siempre arrastramos problemas que en un grado u otro se vinculan con la cuestión generacional. Al respecto es importante, por lo pronto, que recordemos que la visión de muchos hechos complejos --lo que es, por ejemplo, el bienestar o lo que significa consumir-- tiene una dimensión generacional a la que debemos prestar, para no equivocarnos, una expresa atención. Esto al margen, el proyecto emancipatorio se verá sensiblemente lastrado si en su seno no están presentes, con sus percepciones singulares, las diferentes generaciones. Tan grave es que en un movimiento falten los jóvenes como que en él no haya gentes de edad. Y, sin embargo, y como es sabido, una y otra realidad son harto comunes entre nosotros.
9. Aunque el discurso dominante quiere hacernos creer lo contrario, la defensa cabal del derecho de autodeterminación es inexcusable. No vaya a ser que, si no la asumimos, aceptemos de buen grado las consecuencias de esa monserga que al cabo nos viene a decir que todo puede discutirse --es evidente, claro, que no es así-- excepto la condición e integridad del Estado en que vivimos. Sobran las razones para afirmar que sólo cabe describir como democrática la configuración de una comunidad política, sea cual fuere ésta, cuando la adhesión a ella es plenamente voluntaria. En tal sentido, defender entre nosotros, por ejemplo, la configuración de un Estado federal sin antes haber garantizado la plena voluntariedad de las adhesiones a esa forma de Estado es, sin más, una aberración. Y lo es incluso para quienes, legítima y razonadamente, recelan de los Estados.
10. Cualquier proyecto de emancipación que se precie de tal debe partir de la certificación de que habrá siempre un riesgo al acecho. Con un lenguaje que es de otra época, Cornelius Castoriadis lo describió como “el constante renacimiento de la realidad capitalista en el seno del proletariado”. Digámoslo con otras palabras: nunca debemos olvidar que nosotros mismos formamos parte de ese sistema al que deseamos plantar cara, de tal suerte que sus vicios y aberraciones se manifiestan frecuentemente en nuestra conducta. Por eso es tan importante que en todas nuestras iniciativas se revele el firme y libertario propósito de subvertir o, lo que es lo mismo, de abandonar el imaginario de la jerarquía, de los personalismos, de la ciencia, de la tecnología, del crecimiento, del consumo, de la productividad y de la competitividad.
Semejante tarea se hace aún más perentoria en un momento como el presente, en el que, por retomar la muy conocida teorización de Walter Benjamin, y ante el colapso que se avecina, estamos obligados a aplicar, nosotros mismos, los frenos de emergencia que ha perdido dramáticamente el sistema que padecemos.
Publicado en Le Monde Diplomatique
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