La CNT cumple cien años
Carlos Taibo para Globalízate, 01/11/2010
En estos días en los que se celebra el centenario de la fundación de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) se han hecho frecuentes, en los circuitos de poder mediático, los ejercicios de desmitificación de lo que fue entre nosotros el movimiento libertario. Aunque desmitificar siempre es saludable, hacerlo con un objeto que antes fue premeditadamente dejado en el olvido constituye una operación llamativa, tanto más cuanto que sus responsables no muestran gran interés en liberarse de los lugares comunes demonizatorios que ellos mismos forjaron o, en su caso, heredaron. Al calor de esta ceremonia de la confusión han reaparecido, por cierto, algunos hábitos que abrazó la burguesía republicana tres cuartos de siglo atrás, en la forma de un intelectualismo que bebe del desprecio y de un paternalismo conmiserativo aplicados sobre quienes entonces como ahora son los invisibles.
Nuestros libertarios tuvieron, claro, sus defectos. Si entre ellos operó a menudo una vanguardia alejada de una base apática, la falta de planes serios sobre el futuro y las contradicciones en lo que atañe a la participación en el juego político se sumaron con frecuencia a una estéril y violenta gimnasia revolucionaria. Nada de lo dicho invita a soslayar, sin embargo, los enormes méritos de un movimiento que dignificó a la clase obrera, desplegó un igualitarismo modélico en provecho de los más castigados, creció sin liberados ni burocracias, aportó eficaces instrumentos de resistencia y presión, desarrolló activas redes en forma de granjas, talleres y cooperativas, promovió audaces iniciativas educativas y culturales, y mostró, en fin, en condiciones infames, una formidable capacidad de movilización (compárese con la de los alicaídos sindicatos de hoy). La CNT fue, por añadidura, un agente vital para frenar, en julio de 1936, el alzamiento faccioso, protagonizó al poco en lugar prominente una experiencia, la de las colectivizaciones, que bueno sería llegase a conocimiento de nuestros jóvenes y padeció una represión salvaje por parte del régimen naciente. Cinco libros de recentísima publicación y recomendable lectura --¡Nosotros los anarquistas!" de Stuart Christie, Venjança de classe de Xavier Diez, Anarchism and the City de Chris Ealham (versión inglesa del libro publicado hace un lustro), Anarquistas de Dolors Marin y La revolución libertaria de Heleno Saña-- recuperan ese mundo de ebullición societaria y lucha permanente.
Volvamos, con todo, a lo del discurso oficial biempensante, siempre vinculado con un lamentable ejercicio de presentismo: lo que ocurrió tiempo atrás se juzga sobre la base de los valores que, se supone, son hoy los nuestros. Nada más sencillo entonces que olvidar las condiciones extremas que, en lo laboral y en lo represivo, se hicieron valer en el decenio de 1930, como nada más fácil que homologar la violencia del sistema con la de quienes la padecían. Nada más razonable que dar por demostrado el talante reformista de la República --¿de trabajadores?--, olvidando en paralelo la represión a la que se entregó, el incumplimiento sistemático de las leyes aprobadas y, tantas veces, la aceptación callada de muchas de las reglas del pasado. Desde la comodidad del presente nada más lógico, en fin, que oponer a sindicalistas buenos y anarquistas malos mientras se enuncian rotundas certezas en lo que se refiere a la condición venturosa de la participación de la CNT en el juego político tradicional, se estigmatiza como anacrónico y deleznable todo lo que oliese a revolución social y se convierte a los libertarios en responsables mayores de los problemas de la República. Lo que al cabo se nos cuenta es que nuestros anarquistas eran, en general, buena gente hasta que se decidían a llevar a la práctica sus ideas...
Lo del presentismo se asienta siempre, por lo demás, en una cabal aceptación de las presuntas bondades del orden que hoy disfrutamos. Desde esa atalaya puede entenderse que un historiador de prestigio, al que no le suena la palabra Scala, se permita afirmar que la CNT no levantó la cabeza luego de 1975 por su incapacidad para aceptar las reglas, al parecer sacrosantas, de la Transición. Si cada cual es libre de expresar sus opiniones, bueno será que guardemos las distancias con respecto a quienes ofrecen esas últimas como el producto granado de un agudo y científico trabajo tras el que se ocultan, sin embargo, prejuicios sin cuento y versiones tan interesadas como ideológicas de la historia.
El último de los estigmas del discurso oficial es la reiterada afirmación de que el anarquismo murió, entre nosotros, en 1939. Para desmentirla sobran los datos, y de muy diversa índole. Recordemos que el anarcosindicalismo sigue vivo y con presencia, por mucho que los medios de incomunicación prefieran seguir vinculándolo, sin más, con piquetes y violencias; como si nada hubiera que decir, desde la izquierda, de las maquinarias de los sindicatos mayoritarios. La huella del pensamiento libertario se aprecia con facilidad, también, en movimientos sociales nuevos --el feminismo, el ecologismo, el pacifismo-- y novísimos --el mundo de la antiglobalización o el del decrecimiento-- muchas de cuyas estrategias de estas horas habían sido plenamente desarrolladas en el mundo anarquista ochenta años atrás. La urgencia, por otra parte, de dar réplica a la quiebra sin fondo de la socialdemocracia y del socialismo de cuartel ha vuelto a poner sobre la mesa palabras como autogestión, socialización y descentralización en provecho de sociedades no asentadas en la coacción ni en la búsqueda del beneficio, y recelosas del supuesto papel liberador de las tecnologías. Así los hechos, la afirmación, tan común en la prédica biempensante, de que el anarquismo es una ideología del pasado retrata bien a las claras en qué tiempo histórico vive quien la formula.