¡A consumir!
Carlos Taibo para Globalízate, 17/10/2008
Fue Cornelius Castoriadis quien, hace años, llamó la atención sobre una circunstancia penosa: quienes preconizan un cambio radical en las estructuras políticas y sociales pasan por ser --dijo-- incorregibles utopistas, mientras que quienes no son capaces de considerar lo que va a ocurrir a dos años vista se nos antojan, en cambio, personas impregnadas de afortunado realismo. No sé si, aplicada la segunda parte de la afirmación a los políticos de hoy, no resulta al cabo en exceso optimista --por lo de los dos años-- en un escenario en el que el cortoplacismo más aberrante se ha instalado en plenitud entre nosotros.
En semejante teatro no puede sorprender que haya ganado terreno un puñado de inquietantes supersticiones. La primera, y acaso la más común, señala impenitentemente que, pese a lo que dicen quienes reciben el sambenito de catastrofistas, las cosas no son tan graves, de tal suerte que, y en lo que hace, por ejemplo, a la recesión en la que nos adentramos a marchas forzadas, en unos meses la situación recuperará, sin más, la normalidad. A los ojos de los sustentadores de esta opinión pareciera como si nada singularmente preocupante se hiciera valer al calor del cambio climático, de la carestía de las materias primas energéticas y de un capitalismo global que nos arroja sin remisión a un caos planetario. Hay quien no ha tomado nota, por decirlo de otra manera, de que la crisis del momento remite a fenómenos que, a diferencia de lo ocurrido en 1929 o en 1973, no permiten un retorno a la posición de origen.
Otra extendida superstición sugiere que nuestros gobernantes, siempre a la altura de todos los retos, saben perfectamente lo que han de hacer, de tal forma que cuando proceda adoptarán las medidas necesarias. Sobran los argumentos para recelar de tan ingenua intuición: si, por un lado, esos mismos gobernantes prefieren sortear los problemas de fondo --no hablo ahora, claro es, de la burbuja inmobiliaria, de la evaporación del superávit público o de los niveles del euribor--, por el otro no faltan entre los dirigentes políticos y los intereses empresariales poderosísimos vínculos que aconsejan concluir que los primeros bien que evitarán colocar en primer plano los derechos de los marginados de siempre y, con ellos, los de las generaciones venideras.
Una tercera superstición, ésta en franco progreso, viene a decirnos que hay ya venturosas soluciones para los problemas principales. Curioso es, por cierto, que en las últimas semanas entre nuestros tertulianos hayan proliferado sesudos y sorprendentemente lúcidos análisis sobre el infierno energético que se avecina. No se engañe, sin embargo, el lector: ese repentino efluvio de pensamiento aparentemente crítico no obedece a otro designio que el de colocar en primer plano la miseria que propone la industria nuclear, de siempre olvidadiza en lo que atañe al inevitable agotamiento del uranio, a la imposibilidad de deshacerse de peligrosos desechos, a las costes ingentes que acarrea y a sus efectos, no precisamente menores, sobre el cambio climático. En un terreno próximo, la socorrida afirmación de que acabarán por descubrirse tecnologías que permitirán salir rápidamente del atolladero no puede producir sino perplejidad. Muchas veces se ha recordado al respecto que la inferencia de que es más que probable que el ser humano supere la ley de la gravedad no aconseja concluir --parece-- que es razonable construir rascacielos sin ascensores ni escaleras.
Algunos de los elementos que acabamos de manejar hunden sus raíces en un escenario viciado cuyo mejor botón de muestra es, sin duda, lo que ocurre entre nosotros al amparo de las elecciones. Gobernantes y ciudadanos somos responsables por igual de un delicado desafuero: el que nos invita a colegir que es preferible construir el enésimo puente, o la enésima autopista, al lado de casa antes que pelear por vivificar nuestra relación con el medio ambiente o por mejorar el nivel de vida de los tres mil millones de seres humanos que disponen de menos de dos dólares diarios para salir adelante. La secuela mayor de ese malentendido no es otra que un dramático vacío: en los países ricos no se barrunta ninguna conciencia de que hay que reducir, significativamente, el consumo y optar por fórmulas de franco decrecimiento. Y es que hemos dejado atrás --aunque no queramos tomar nota de ello-- todos los equilibrios elementales, como lo testimonia el progreso, sin frenos, de la huella ecológica. Hora es ésta de subrayar, eso sí, que lo del decrecimiento no implica en modo alguno hacer lo mismo pero en menor cantidad: reclama, antes bien, construir un mundo diferente asentado en el triunfo de la vida social frente a la propiedad y el consumo ilimitado, en la reducción de las dimensiones de infraestructuras y organizaciones, en la primacía de lo local sobre lo global, en el altruismo frente a la lógica de la competición y, en suma, en la sobriedad y la simplicidad voluntaria.
Nada de lo anterior se aprecia, con toda evidencia, en lo que nos dicen nuestros gobernantes, los de ahora como los de antes. Ahí está, sin ir más lejos, esa patética reconvención con la que Rodríguez Zapatero cerró, acaso sin pensarlo dos veces, su intervención en el último congreso del Partido Socialista y que nos invitaba, obscenamente, ¡a consumir!... Frente a ello, y tal y como lo recuerda Jorge Riechmann, una de las personas que más ha trabajado entre nosotros para desvelar estas miserias, lo justo es oponer las palabras que Terry Eagleton dedicó a Samuel Beckett, el autor de Esperando a Godot: “Comprendió que el realismo sobrio y cargado de pesadumbre sirve a la causa de la emancipación humana más lealmente que la utopía cargada de ilusión”.