La energía de Obama
Carlos Taibo para Globalízate, 04/09/2008
Desde hace algún tiempo hay un par de preguntas que se repiten hasta la extenuación en nuestros medios de comunicación. En la eventualidad -reza la primera- de que Barack Obama se haga con la presidencia de Estados Unidos, ¿hasta dónde será capaz de llegar en su aparente designio de modificar tantas actitudes? En su caso -subraya la segunda-, ¿le dejarán hacer o por el contrario los poderosos de siempre terciarán para poner freno a los aspectos más radicales del proyecto obamiano?
A decir verdad, no estamos en condiciones de afrontar de forma cabal esas dos preguntas. Aun así, un puñado de datos dispersos permite perfilar de forma cautelosa una respuesta. Uno de ellos acaba de proporcionarlo el propio Obama con ocasión del discurso pronunciado durante la convención del Partido Demócrata que ha decidido catapultar a nuestro hombre hacia la elección presidencial de noviembre. En esa intervención Barack Obama anunció llamativamente su firme propósito de reducir de forma significativa, en un plazo de diez años, la dramática dependencia que la economía norteamericana muestra en relación con el petróleo.
Convengamos que la declaración en cuestión acarrea, en sí misma, un cambio de innegable interés. Es bien sabido que en muy buena medida el desvarío de la política exterior de Bush hijo ha estado vinculado con los intereses de las grandes transnacionales del petróleo y con la necesidad aparentemente imperiosa de acometer delicadas operaciones militares -Afganistán, Irak- para garantizar los suministros energéticos que precisa una economía, la estadounidense, cada vez más vulnerable en este terreno.
Así las cosas, lo primero que hay que hacer, aun desde la constancia de que lo que Obama ha propuesto se antoja difícilmente realizable, es celebrar el cambio de rumbo que intenta aportar a un país indeleblemente lastrado por impresentables intereses privados. Nada más sencillo que identificar, sin embargo, la contrapartida: cuando llega el momento de precisar las medidas que habría que acometer, la condición rupturista de éstas se desvanece como por ensalmo. Aunque es cierto que el candidato demócrata a la presidencia de Estados Unidos se ha referido a la necesidad imperiosa de desarrollar fuentes renovables de energía -¿quién no dice eso, por cierto, a estas alturas?-, no ha dudado en abrazar, al parecer sin mayor cautela, las prestaciones que debe aportar la industria nuclear y poco más ha sugerido que la conveniencia de introducir vehículos de transporte menos contaminantes.
Más allá de lo anterior, Obama ha hecho suyo un proyecto que hace del crecimiento económico la panacea resolutora de todos los males, y que de resultas en modo alguno contempla la conveniencia de que los ciudadanos norteamericanos se rebelen ante un estilo de vida descaradamente despilfarrador. En ese sentido su opción parece difícilmente encajable con el tantas veces cacareado designio de colocar a Estados Unidos en posición bien diferente de la del pasado y en conferirle a la política de la Casa Blanca una condición solidaria en lo que atañe a los derechos de los desheredados. Y es que a estas alturas hasta el más necio sabe que, con recursos visiblemente limitados como los que se hallan a nuestra disposición, los países del Norte, y en singular Estados Unidos, tienen que asumir cambios radicales que reduzcan, y sensiblemente, su letal contribución a la progresión de los desequilibrios medioambientales que el planeta arrastra.
Pareciera como si -digámoslo en otros términos- Obama hubiese asumido el camino de encarar drásticamente muchos de los desafueros del 'american way of life' para, a la postre, dejar las cosas más o menos como estaban. Y es que el termómetro más fidedigno en lo que respecta a las intenciones de fondo del candidato demócrata no es otro que el que pone sobre la mesa una frase que pronunció, casi dos decenios atrás, el padre del actual presidente norteamericano: «Todo puede negociarse excepto el modo de vida norteamericano». Con el discurso de Barack Obama en la mano, parece servida la conclusión de que, apariencias, diseño y retórica al margen, la gran esperanza negra se ha quedado corta, muy corta, en su voluntad de romper amarras con el pasado.