Cuatro máximas para la señora Rice

Carlos Taibo, 20/06/2007

Releo las crónicas de la visita que Condoleezza Rice realizó a Madrid días atrás. Parece como si a los ojos de muchos la señora Rice hubiese heredado buena parte de las supersticiones que acompañaron en su momento a su antecesor, Colin Powell. De ella se nos ha sugerido que es, como Powell antaño, la cara limpia y tolerante del gobierno norteamericano. Nada parece justificar, sin embargo, semejante intuición: la señora Rice que ha visitado Madrid ha hecho gala de la misma monserga conservadora y arrogante que se revela, día sí y día también, en labios del presidente Bush, lejos siempre de cualquier designio de sopesar con un poco de tino, y un amago de autocrítica, lo que ocurre en el planeta.

Cuentan que a Rice le regalaron, con ocasión de su fugaz paso por Madrid, un mantón de Manila y una selección de la música de Tete Montoliu. Sin que tan hermosos presentes desmerezcan, bien hubiera estado que alguien hubiese obsequiado a la secretaria de Estado norteamericana con un ejemplar de las máximas del duque de La Rochefoucauld. Una de éstas dice que "tan común es ver cambiar los gustos como extraordinario observar que cambian las inclinaciones". Viene a cuento el aforismo porque, por lo que parece, la señora Rice ha tenido a bien recordar a los gobernantes españoles que, siendo España un país que padeció en su momento un régimen autoritario, no es saludable coqueteen con otro de esta misma estirpe cual es el que, a su entender, impera en Cuba. La secretaria de Estado ha olvidado lo que, por cierto, también quieren olvidar muchos de nuestros políticos: el apoyo dispensado durante más de veinte años por Estados Unidos a la dictadura del general Franco. Aunque hay quien agregará, claro, que mayor relieve corresponde a otro olvido: el de las secuelas, hoy visibles, de la política --utilicemos este eufemismo-- avalada por la Casa Blanca durante decenios en América Latina. Quiere uno preguntarse, dicho sea de paso, cómo reaccionarían en Estados Unidos los gobernantes del momento, tan propicios a dar lecciones de civismo al presidente venezolano Chávez, si en el cogote sintiesen la presión de un sinfín de medios de comunicación hipercríticos, en su caso entregados, nada menos, a la legitimación de un golpe de Estado.

Sorprende, en segundo lugar, que a la señora Rice no le flaqueasen las convicciones --sus palabras, en cualquier caso, eran firmes-- cuando procedió a enunciar los que, cabe suponer, se le antojaban ejemplos mayores de agresiones a la democracia en el planeta contemporáneo: Cuba, Birmania y Bielorrusia. Y es que me resisto a creer que la secretaria de Estado norteamericana, otrora profesora de encomiable rigor en sus textos --los leí con profusión cuando, a finales del decenio de 1980, escudriñaban lo que ocurría en una Unión Soviética en crisis terminal--, ignora los ingentes problemas que, en materia de democracia, se revelan, y valgan cuatro botones de muestra entre muchos, en Estados con los cuales la Casa Blanca mantiene amistosas relaciones: Arabia Saudí, Egipto, Pakistán y Guinea Ecuatorial. ¿Alguien piensa en serio, y esquivemos ahora la manida cuestión cubana, que la Bielorrusia de Lukashenko exhibe un registro democrático más endeble que el de la Arabia Saudí de los emires? Por no hablar, bien es cierto, de China, un país que exhibe a los ojos de Washington una condición preocupante, sí, que no nace --dejémoslo claro-- de su pésimo registro en materia de derechos humanos, sino, antes bien, de su impulso como potencia emergente que podría poner en un brete la hegemonía norteamericana. ¿No será, como apostilla La Rochefoucauld, que "sólo encontramos buen sentido en aquellos que son de nuestra opinión"?

Sabido es, y vaya una tercera aserción, que cuando Condoleezza Rice ha sido interpelada en relación con Guantánamo y con los vuelos de la CIA, se ha acogido a dos estériles subterfugios. Si, por un lado, se ha preguntado a dónde habría que trasladar a los presos de Guantánamo --"todas esas personas peligrosas"--, por el otro ha recalcado lo que a sus ojos resulta evidente: "Estados Unidos es el mayor defensor de los derechos humanos en el planeta". La secretaria de Estado olvida, de nuevo, lo principal: la ausencia de las garantías más elementales en Guantánamo, las flagrantes injusticias que desigualdades y discriminaciones provocan en el sistema legal norteamericano, la obscena automarginación que Washington protagoniza en relación con la justicia penal internacional y con el protocolo de Kioto, y, en fin, el descrédito que la política de la Casa Blanca --así, el apoyo inmoderado a la ocupación ilegal de territorios por Israel-- supone desde mucho tiempo atrás para el sistema de Naciones Unidas. Nuestro amigo el duque no va muy desencaminado cuando afirma que "si se juzga el amor por la mayoría de sus efectos, se parece más al odio que a la amistad".

No me consta que nadie le preguntase a la señora Rice, en fin, por los intereses que guían, en la trastienda, muchos de los movimientos de los gobernantes norteamericanos de estas horas. Pena es, porque de ello bien que sabe. Antes de que, en 2001, se convirtiera en secretaria de Defensa de su país, un petrolero de la Chevron se llamaba, para gloria de los cazadores de metáforas, Condoleezza. Nadie le puede negar a la secretaria de Estado, en cualquier caso, un apreciable talento a la hora de inventar cuentos --los terroristas emboscados entre los civiles-- para explicar lo que ocurre en estas horas en Afganistán e Iraq. Un talento que parece fruto, eso sí, de la necesidad de colocar lejos de miradas ajenas nuestra más preciada mercancía. Y es que, y démosle por última vez la palabra al duque, "a menudo sentiríamos vergüenza de nuestras más hermosas acciones si el mundo conociese los motivos que las guían".

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