Rusia, la UE
Carlos Taibo, 25/01/2007Mucho se ha discutido en nuestros medios de comunicación si del lado de la Unión Europea corresponde asumir una actitud más severa con respecto a Rusia. Nuestros gobernantes, duchos en prosaicas operaciones de pesas y medidas, parecen tenerlo razonablemente claro: si en un plato de la balanza están los derechos humanos en aquel país --y en su caso un genocidio en Chechenia--, en el otro se ha aposentado el designio de mantener una relación fluida con una potencia que es, además, un abastecedor fundamental de materias primas energéticas. Salta a la vista cuál de esos dos platos pesa más.
No deja de sorprender que en escenario tan sombrío menudeen, sin embargo, las admoniciones de quienes reclaman que se moderen las críticas a Rusia, toda vez que --se nos dice-- éstas podrían poner en un brete la candidatura de Moscú como contrapeso frente a la hegemonía norteamericana. La cosa tiene su gracia: mientras, por un lado, se ignora que el acallamiento de las críticas es ya la conducta habitual de nuestros gobernantes, por el otro se esquiva que Putin no representa nada sustancialmente distinto de esa sórdida combinación de intereses económicos privados, ultramontanismo, prepotencia y terror de Estado que abraza el presidente Bush.
Claro que, y ya que hablamos de Bush, lo suyo es que pongamos el dedo en otra de las llagas de la UE. Aceptemos de buen grado que, si la Unión otorga algún crédito a los principios que enuncia, está obligada a preguntarse por la situación, penosa, de los derechos humanos en Rusia y, más aún, por lo que ocurre en ese agujero negro llamado Chechenia; de hacerlo, Putin debería dejar de recibir las cariñosas palmadas que le siguen propinando nuestros dirigentes. Hay que tener el coraje de avanzar, con todo, las mismas inquietudes en relación con el presidente norteamericano del momento: si es legítimo reclamar medidas firmes para garantizar que los derechos son respetados en Rusia, obligado resulta preguntarse por qué nadie se aviene a plantear exigencias parejas a un gobierno, el de Estados Unidos, embarcado en crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad en Afganistán y en Irak, entregado en Palestina a la defensa de un genocidio más, muñidor de tramadas estrategias de interesada desestabilización e irrefrenada rapiña en todo el planeta, empeñado en sortear el protocolo de Kioto y la justicia penal internacional, y encaprichado en preservar, en suma, un tétrico limbo legal en Guantánamo. Por lo que parece, y sin embargo, ni uno solo de los responsables de la UE ha planteado en público cautelas mayores al respecto.
Bien es verdad que los ejemplos de doble moral abundan en la política exterior de la Unión. Meses atrás, Bruselas prohibió la entrada en territorio de la UE al presidente bielorruso Lukashenko, cuyos pecados son conocidos: manipular elecciones y reprimir, llegado el caso con saña, a una maltrecha oposición. Bien está que la Unión se tome estas cosas en serio, pero preferible sería que alguno de sus trajeados portavoces explicase por qué no se aplican medidas similares a los gobernantes saudíes y chinos. Al lector avezado no se le escapa la razón: mientras Bielorrusia no pinta nada en el desconcierto internacional, Arabia Saudí es uno de nuestros principales suministradores de petróleo, en tanto China se ha convertido en proceloso socio comercial. ¿Alguien piensa en serio que la Bielorrusia de Lukashenko es menos democrática que la Arabia de los emires o que la China de la práctica cotidiana de la pena de muerte?
Tampoco está de más que tiremos de un hilo que antes se nos presentó: el de Palestina y su entorno. ¿Cómo es posible que se sugiera que el despliegue de soldados de la UE en el Líbano configura una oportunidad de oro para demostrar que aquélla es una potencia internacional de primer orden cuando Bruselas fue incapaz de parar los pies, en el verano, a esa eficacísima maquinaria de terror que es el ejército de Israel? ¿Cómo puede ser que, tras reclamar la liberación de los dos soldados israelíes secuestrados, se guarde silencio sobre el más de un millar de civiles asesinados por el Tsahal en el Líbano? Semanas atrás, con ocasión de un acto público, un representante del Ministerio de Asuntos Exteriores español recordó, con tino, que para revisar el trato comercial de privilegio con que la Unión obsequia a Israel es menester que todos los miembros de aquélla muestren su acuerdo. Me vi obligado a replicar que el problema, por desgracia, no estribaba en que algún socio díscolo se inclinase por vetar tal revisión, sino, antes bien, en el hecho de que no consta que ninguno de los integrantes de la UE se declare partidario de cancelar los privilegios. Y es que en momento alguno la UE ha tomado cartas, en serio, en el asunto de exigir de los gobernantes israelíes que ajusten su comportamiento, o se atengan a las consecuencias, al respeto escrupuloso de las normas internacionales de derechos humanos. Ojo que no se trata de que la Unión no sepa cancelar privilegios comerciales. Lo ha hecho en repetidas oportunidades, y con premiosa energía, en el caso de países pobres que exhibían un gravísimo pecado: el de no dar puntillosa satisfacción de un draconiano programa de ajuste del Fondo Monetario...
La UE es más consecuente de lo que parece, sin embargo, en su defensa de la arrogancia que despide, y las exclusiones que alienta, el mundo occidental. Aunque tantas gentes biempensantes prefieran ignorarlo, cuando la Organización Mundial del Comercio, esa filantrópica institución, se reunió en Cancún y en Hong Kong, de manera llamativa la Unión cerró filas con Estados Unidos ante las demandas, no precisamente radicales, que llegaban de un puñado de países del Sur. Por mucho que presumamos de nuestro idílico modelo de capitalismo social, bien haríamos en preguntarnos si esa competencia desleal que tantos atribuyen a la China de estas horas no la mueven en la trastienda muchos de nuestros empresarios que, en ese lejano país, poco más buscan que la explotación descarnada de una mano de obra barata. Ésa es, también, la Unión Europea de principios del siglo XXI.