Infancia y conflictos bélicos
Carlos Taibo, 03/10/2006Nada descubro cuando afirmo que con el paso del tiempo los conflictos bélicos han experimentado un progresivo encanallamiento. Acaso no hay mejor termómetro de lo anterior que un dato bien conocido: a medida que los decenios han ido cayendo el porcentaje de víctimas civiles generadas por las guerras no ha dejado de crecer. Siempre que invoco esta circunstancia me viene a la memoria una broma, mitad tétrica, mitad lúcida, que gustaba de proponer Coluche. El fallecido humorista francés hacía un recorrido por los principales conflictos armados registrados en el siglo XX, daba cuenta de cómo el porcentaje de fallecidos civiles iba en ascenso y acababa formulando una conclusión difícil de rebatir: lo único que está claro --decía-- es que en la próxima guerra habrá que ser militar...
Detengámonos un momento a examinar, sin embargo, una expresión de la que hemos echado mano ya un par de veces y que tiene más miga de lo que parece: detrás de eso de las 'víctimas civiles', un genuino eufemismo, lo que se encuentran son --y ordenamos estos grupos humanos de menos a más conforme a un criterio de indefensión-- mujeres, ancianos y niños. Aunque las primeras se cuentan, naturalmente, entre las víctimas principales de las guerras, bueno será que no olvidemos que su designio de resistencia al respecto se ha plasmado en decorosos movimientos antibelicistas; así lo certifican las Mujeres de Negro en Serbia y en Israel, o el Movimiento de Madres de Soldados que intentó hacer frente a la primera guerra de Chechenia. Sobran las razones para concluir por qué los ancianos se hallan también, por otra parte, entre las víctimas principales de tantos conflictos; aún recuerdo lo común que resultaba ser que, en las localidades bosnias sometidas a operaciones de limpieza étnica, los únicos miembros de los grupos humanos preteridos que quedaban sobre el terreno solían ser, incapacitados para marchar, los ancianos. Qué decir, en fin, de los niños, radicalmente indefensos siempre, y ello incluso cuando, como es bien conocido, acaban por convertirse, macabramente, en soldados.
Una organización no gubernamental, Save the Children, ha depositado su esfuerzo en los últimos años en hacer frente a uno de los problemas mayores que las guerras acarrean en relación con los niños: la imposibilidad que a éstos acosa en lo respecta a acudir a la escuela. Las sumas que Save the Children reclama para atender las necesidades correspondientes son irrisorias, al menos si las comparamos con las que se asignan a otros menesteres. Se trata de 10.000 millones de dólares anuales, 5.600 millones de los cuales habrían de encaminarse a países saqueados por los conflictos bélicos. A efectos de evaluar lo que esos dos guarismos significan, no se olvide que cada año se gastan en el planeta 400.000 millones de dólares en drogas, del orden de 900.000 millones en alimentar formidables maquinarias represivo-militares y un billón en publicidad.
Los informes que Save the Children maneja recogen un dato que conviene rescatar: sólo un 2% de la ayuda de cariz humanitario se destina a educación. Entendamos bien lo que esto quiere decir: si convenimos en que en los tres últimos lustros, y por razones bien conocidas, los flujos de ayuda humanitaria han crecido sensiblemente mientras se estancaban, y en su caso retrocedían, los correspondientes a la ayuda ordinaria al desarrollo, el hecho de que en los primeros la educación desempeñe un papel menor invita a concluir que, en términos generales, las sumas a ella destinadas han reculado, y probablemente lo han hecho, por añadidura, de manera inquietantemente notoria.
Con esos antecedentes a duras penas puede sorprender que en el planeta se cuenten hoy 115 millones de niños sin escolarizar, esto es, poco menos de una quinta parte de la población infantil en edad de cursar la enseñanza primaria. Las estimaciones que Save the Children maneja sugieren, por otra parte, que cada año de escolarización implica un incremento de nada menos que un 10% en los ingresos posteriores del niño --o niña, circunstancia ésta tanto o más importante habida cuenta del papel que las mujeres desempeñan en los países pobres-- que se beneficia de aquél.
Obligados estamos a preguntarnos, naturalmente, por la pesada carga que, para el futuro, se deriva de cifras de desescolarización tan inquietantes como las que acabamos de reseñar. Y no hay que ir muy lejos en procura de un ejemplo que bien puede ayudarnos a comprender la hondura del problema: ¿cuál está llamado a ser, durante decenios, el legado de los bombardeos israelíes en el Líbano, con su secuela dramática de muertes y destrucción? Aunque, claro, no faltará quien agregue que también entre nosotros, en sociedades aparentemente desarrolladas que se benefician de una educación universal y gratuita, esta última no es garantía de casi nada. Ahí está, para testimoniarlo, el derrotero de una opinión pública, la israelí, que, por lo que parece, repudia, sí, los hechos militares de julio y agosto, pero lo hace antes en virtud de su ineficiencia que de resultas de su extrema inmoralidad...