De ratones y hombres: ciencia casera

Alejandro Nadal, 30/09/2004,
La Jornada

Compre 30 ratones blancos y tres jaulas grandes. Usted va a llevar a cabo un experimento de vanguardia en biotecnología. Va a necesitar seis charolas para alimentar a los ratones, seis bebederos y 10 kilos de aserrín. Todo se puede encontrar en la tienda de mascotas.

Las compañías de biotecnología sostienen que los alimentos transgénicos son idénticos a los convencionales. ¿Qué tal un experimento con ratones blancos? Los de ojitos rojos (nombre científico Mus musculus) serán perfectos. No deberán ser viejos; lo ideal sería de unas cuatro a seis semanas de edad. El objeto es dilucidar si pueden diferenciar entre alimentos transgénicos y convencionales. También se pueden estudiar los efectos de las diferentes dietas. Manos a la obra.

Hay que conseguir alimentos cuya única diferencia sea el contenido de componentes transgénicos. Eso puede ser difícil: en México todavía no existe la obligación de etiquetar los productos transgénicos para diferenciarlos. Pero se puede preparar una mezcla de maíz y soya orgánicos, por un lado, y genéticamente modificados, por el otro. Estos últimos pueden venir de paquetes de harina Minsa y Maseca sometidos a pruebas para identificar material transgénico. Habrá que dar a los roedores, además, una mezcla de comida para mascotas para que las preferencias sean por gusto y no por hambre.

Los animalitos se pesan en una báscula y los datos se anotan en una bitácora. El experimento dura varias semanas, midiendo la cantidad de alimento consumido y pesando a los ratones diariamente. Se procede después a un análisis estadístico.

Este ejercicio ya se realizó en Holanda. Hinze Hogendoorn, de 17 años, lo hizo y concluyó que los ratones prefirieron claramente los alimentos no transgénicos. Rechazaron toda la soya, pero en el caso del maíz optaron por el convencional en lugar del transgénico. Después de varias semanas de observación los roedores habían consumido 61 por ciento de alimentos convencionales y 39 por ciento de transgénicos.

Después dividió a los ratones en dos grupos: al primero le dio alimentos genéticamente modificados, y al segundo, convencionales. Los del primer grupo comieron más que los del segundo, lo que se atribuyó a que originalmente su tamaño era mayor. Pero al paso del tiempo, esos ratones crecieron a un ritmo inferior y hasta perdieron peso. Se podría pensar que eso sucedió porque su masa corporal era mayor, pero los animales todavía no alcanzaban su madurez, así que su proceso de crecimiento se vio frenado. En el grupo con alimentos convencionales la curva de crecimiento siguió la trayectoria esperada.

El estudiante de ciencias notó diferencias en el comportamiento de los roedores, pero como consideró que eran observaciones subjetivas, no les dio la misma importancia. Los ratones del primer grupo fueron menos activos y al ser pesados se mostraban más nerviosos. Finalmente, uno de los ratones de ese grupo murió durante el experimento. Hinze señala correctamente que el deceso no es atribuible directamente a los alimentos transgénicos, pero concluye con buen espíritu científico que "se trata de un hecho interesante".

El experimento casero que aquí se comenta seguramente sería menospreciado por los pseudocientíficos que trabajan para el lobby de la biotecnología. Pero su pretendida ciencia tiene tantos problemas como el experimento casero, si no es que más. Y la prueba es que en el seno de la comunidad científica existe un acalorado debate sobre las consecuencias de los transgénicos en la salud y el medio ambiente.

Ajenos a este debate, un grupo de diputados se ocupa por estos días de un proyecto de ley de bioseguridad que ha sido objeto de fuertes críticas. Se prepara un predictamen que busca llevar el proyecto al pleno y aprobarlo al vapor. El proyecto adolece de defectos muy serios y no es exagerado afirmar que busca proteger más a las empresas de la industria de biotecnología que a los ciudadanos. En el colmo de la manipulación, hasta el nombre de ley de bioseguridad es engañoso, pues lo que se pretende es quitar cualquier obstáculo a la industria de la biotecnología molecular.

México necesita una buena ley de bioseguridad, no una estratagema para abrir el paso a las empresas de biotecnología. Como mínimo, la ley que se necesita debería dar un lugar central al principio de precaución y al etiquetado obligatorio de productos transgénicos. Y habría que esperar que la Comisión de Cooperación Ambiental presentara sus recomendaciones al gobierno mexicano en el trágico caso de la contaminación transgénica del maíz.

Mientras tanto, habría que recordar al poeta escocés Robert Burns: "Pero, ratón, tú no eres tu camino / en vano intentas prever: / los planes mejor trazados de ratones y hombres / a menudo se tuercen / y no nos dejan más que dolor y tristeza / en lugar de la esperada alegría". Los legisladores no deben creer en la promesa hueca de una certidumbre engañosa promovida por los agentes de la industria de la biotecnología

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